Tribuna:

Valencianos

Mucha gente no sabe quiénes son los valencianos. Se les supone complacidos con el comercio de bisutería y la feracidad de la huerta. Flanqueados por un Mediterráneo barnizado, justo en el costado peninsular donde más se pronuncia el sol, y algo soberbios ante la plena obviedad de una naranja. Se les olvida por ello con la misma facilidad con que se ignora a los parientes con salud. Es necesario que ese tipo se pegue una castaña con la moto y se fracture el cráneo para atribuirle necesidades. Es lo que sucede con las inundaciones. Si no fuera por ello, se supondría que los valencianos se despie...

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Mucha gente no sabe quiénes son los valencianos. Se les supone complacidos con el comercio de bisutería y la feracidad de la huerta. Flanqueados por un Mediterráneo barnizado, justo en el costado peninsular donde más se pronuncia el sol, y algo soberbios ante la plena obviedad de una naranja. Se les olvida por ello con la misma facilidad con que se ignora a los parientes con salud. Es necesario que ese tipo se pegue una castaña con la moto y se fracture el cráneo para atribuirle necesidades. Es lo que sucede con las inundaciones. Si no fuera por ello, se supondría que los valencianos se despiertan ante un cielo esmaltado y reciben mercedes por ley natural. Que las fuerzas centrales hayan suprimido la fiesta de San José no supone, por ejemplo, un despecho calculado hacia Valencia. Simplemente, es una displicencia oficial. Ni Valencia implora ser tratada con esmero, ni los valencianos ante una desatención de Madrid se encaraman al monasterio del Puig en algarada. Tampoco sus presidentes prorrumpen en llantinas cuando el equipo de fútbol no es campeón de Liga. Incluso puede descender de categoría en una muestra de que los fracasos -en el deporte o en los negocios- se inscriben en el efecto de haber hecho algo mal.En Valencia hay una vieja cultura del progreso que descree de los milagros -especialmente los de su mismo patrón- y de la caridad pública. También, por descontado, de la justicia instituida y de la legalidad. Por otra parte, ni siquiera las asociaciones de regantes terminaron con la fe en el trabajo individual o en esa terrible idea del loco que hace arte o fabrica sandalias para Nigeria.

Horteras. Siempre que uno se encuentra implicado en una conversación sobre Valencia, ha de escuchar, como síntesis antropológica, este desahogo con que un castellano zanja el mito. Demasiada charanga, demasiado ornamento, demasiada claridad. El fuego, los domingos, los tomates, lucen en exceso. Visto desde el centro, Valencia es una obscenidad. Un cuerpo recostado junto al olor del litoral que enseña las piernas gordas. Pero puedo dar testimonio también de que todo esto tiene, en su lugar, la seducción del zumo.

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