Tribuna:

Una mala noche

Con toda probabilidad, una vez celebrado el referéndum, el Gobierno tratará de restañar heridas, haciendo olvidar los momentos amargos pasados durante estas semanas. En su ayuda van a venir el cansancio colectivo y la sensación de inseguridad que los argumentos del miedo suscitaron en amplios sectores de la sociedad española. Tras el qué nos puede pasar llega el suspiro de alivio -no ha pasado nada-, y la consiguiente propensión a borrar todo recuerdo del mal trago. Habría sido, por usar las palabras de un hermoso refrán vasco, "una mala noche en una mala posada". Las aguas vuelv...

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Con toda probabilidad, una vez celebrado el referéndum, el Gobierno tratará de restañar heridas, haciendo olvidar los momentos amargos pasados durante estas semanas. En su ayuda van a venir el cansancio colectivo y la sensación de inseguridad que los argumentos del miedo suscitaron en amplios sectores de la sociedad española. Tras el qué nos puede pasar llega el suspiro de alivio -no ha pasado nada-, y la consiguiente propensión a borrar todo recuerdo del mal trago. Habría sido, por usar las palabras de un hermoso refrán vasco, "una mala noche en una mala posada". Las aguas vuelven a su cauce: los ciudadanos, a su vida cotidiana; el Gobierno, a su tarea de recuperar imagen, a favor de una coyuntura económica por fin despejada. Con el tiempo, de cara a las legislativas, incluso puede ser presentado el referéndum como un gesto de coraje político, en el cual imperó el espíritu democrático por encima de las conveniencias personales o de partido.Parece también lógico que al restablecimiento de la concordia colaboren quienes se han movilizado más intensamente a lo largo de la campaña. No me ha extrañado, en consecuencia, la llamada telefónica recibida hace sólo unas horas, mientras esbozaba este artículo, en la cual mi interlocutor proponía un curioso manifiesto, mixto del sí y del no, para después del temporal, y con un evidente deseo de restaurar la normalidad. La ocurrencia no es absurda. Los manifiestos de profesionales e intelectuales, moneda corriente en circunstancias preelectorales democráticas, han proporcionado en este caso un ingrediente esperpéntico, con los errores de identidad, las réplicas fuera de tono, las formas de reclutamiento desde arriba... Y sobre todo por el juego recíproco de descalificaciones personales en que más de uno incurrió por cada bando. El hecho revela una preocupante falta de interiorización de los valores democráticos. Esperemos que, según desean los promotores de este manifiesto póstumo, el fortiter in re, suaviter in modo presida en lo sucesivo nuestras discusiones políticas.

Pero desterrar la agresividad es una cosa y otra bien distinta contemplar lo ocurrido desde la perspectiva del borrón y cuenta nueva. Incida o no sobre futuros comportamientos del electorado, el referéndum ha supuesto una piedra de toque para la forma socialista de ejercer la función de gobierno. Por primera vez el ministerio presidido por Felipe González ha asumido la organización de una consulta electoral de ámbito nacional. También por primera vez ha visto zarandeadas sus posiciones, y por añadidura desde un ángulo singular: la confrontación entre la sociedad civil y el aparato de Estado. Los traumas de la campaña deben, pues, quedar atrás. Ahora bien, no es saludable que suceda otro tanto con las enseñanzas proporcionadas por el episodio sobre nuestra vida política.

Fundamentalmente porque la intervención del Gobierno a lo largo de la campaña dista mucho de ajustarse a las reglas de juego que vienen rigiendo en la Europa democrática. Resulta lógico que todo grupo político intente conseguir en una elección el respaldo mayoritario para sus propuestas y que en ello empeñe hasta el último gramo de su energía. No lo es tanto que haga intervenir todos los resortes propios de su ocupación del poder con tal de imponer sus puntos de vista. El hecho no es irrelevante porque nuestra democracia es reciente, y, por no hablar del franquismo, contamos con una larga tradición en la cual los sucesivos Gobiernos no sometían sus políticas a la prueba de fuego del sufragio, sino que convertían éste en un ritual, en un ejercicio de marionetas donde los hilos pendían del Ministerio de Gobernación. Los españoles no elegían, era el Gobierno quien hacía las elecciones.

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La coherencia del sistema era tal que nunca un Gobierno perdió una elección. Por eso no es tranquilizador que el enfoque dado por nuestros actuales gestores al referéndum se asentara precisamente en ese punto de partida: excluir la hipótesis misma de la derrota. Y ya que se invoca con tanta frecuencia el europeísmo frente al tercermundismo, conviene recordar la escasa modernidad de un comportamiento político donde un jefe de Gobierno presiona. sobre los intelectuales o visita a los principales media con tal de ganar adeptos para su causa. Francamente, resulta difícil imaginar a Margaret Thatcher a la caza de profesores de la universidad de Oxford o de estrellas, de cine para que respalden una oferta política, mientras sus ministros usan correveidiles paralograr los apoyos menores. Tampoco ha constituido un espectáculo edificante observar cómo, al ir mal los sondeos, TVE transfería a la madrugada la dominical ración de goles y moviola que tienen prescrita los españoles, para que así el presidente tuviera tiempo de remachar a su gusto los clavos de la campaña, haciendo estallar de paso los tiempos reales de propaganda electoral. Sólo faltó atrasar los relojes una hora el día 10 con el fin de retransmitir en diferido el mitin del Palacio de Deportes. ¿Qué pasaría en el caso de que el Gobierno tuviera miedo a perder unas elecciones generales?

Todo ello no hace sino confirmar la impresión de que en torno al referéndum sobre la OTAN se juega algo más que la política exterior. La conducta seguida apunta a la conformación de una democracia manipulada, es decir, un régimen político en el cual el Gobierno respeta en términos generales la normativa institucional, pero pone en acción una y otra vez sus recursos de poder, en el aparato de Estado y en el ámbito de la comunicación, para desmantelar toda alternativa a sus decisiones; sin reparar en medios, desde el espionaje de los partidos a la distorsión informativa. Línea de actuación coherente, por lo demás, con sus perspectivas estratégicas: integrar a España como pieza dependiente en el orden económico-militar que a escala mundial se articula en torno a la hegemonía norteamericana. Para cubrir este objetivo había que forzar muchas cosas en la tradición de la izquierda española y en la propia apreciación que del PSOE tenía la sociedad civil. La política de imagen se convirtió en eje de la acción de gobierno.

Con la campaña hemos tenido también ocasión de observar a otro personaje: el Estado-partido. El PSOE, en cuanto tal, ha tenido que ver bien poco en toda esta historia tras el aval de su congreso, y, significativamente, el principal cuidado de sus dirigentes fue lograr que callara la base disconforme y conseguir su voto. Los protagonistas de la campaña, los pesos pesados, fueron los cargos públicos, y con un empeño que disipó las anteriores dudas y, en casi todos los casos, los firmes argumentos en contra de la OTAN de 1982. La débil implantación socialista en el tejido social se compensa así mediante la presión desde arriba. Este sentido de actuación es especialmente visible por lo que toca a la incidencia sobre medios intelectuales, terreno poco propicio antes para el PSOE por razones históricas, pero ahora rápidamente recuperado merced a una eficaz tela de araña construida desde el poder. Sus instrumentos no son organismos de filiación estrictamente política, sino un entramado de instituciones -unas, aparentemente autónomas; otras, aparentemente consultivas; otras, no menos aparentemente privadas- a través de las cuales tiene lugar la convergencia entre la voluntad de acomodación del intelectual y la demanda de un sector público que proporciona los fondos y las parcelas de poder, reservándose el uso último de la mercancía. Con un código no escrito que sanciona toda infracción.

Por fin, a modo de clave de bóveda del sistema, se. encuentra el liderazgo personal, con una proyección populista basada de modo exclusivo en la imagen. En torno al presidente ha cobrado forma en la campaña una orla de gestos ensayados y eslóganes que dejan en segundo plano la coherencia de los mensajes -puede pasar en 10 días de la exclusión a priori del revés al pesimismo casi apocalíptico-, para destacar sólo la forma, su virtud como comunicante. Una vez asumida la figura, a modo de último recurso, interviene la amenaza del vacío suscitado por la simple presunción de una ausencia del líder. ¿Quién nos gestionaría el no? La centralidad absoluta del personaje golpea directamente sobre el contenido de la conciencia democrática.

Así las cosas, y escritas estas líneas en la jornada de reflexión del 11 de marzo, el aire crispado del fin de campaña podría sugerir cerrarla, como alguien recomendara en días anteriores, con el "paz, piedad y perdón" de Manuel Azaña. Pero, por fortuna, no son los actuales tiempos de catástrofe. Más al caso viene esta otra cita, procedente del mismo político republicano: "Es un despropósito inmoral y un dislate político separar la intención de una causa de los medios empleados para su triunfo".

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