Tribuna:

Imelda

Como el Baldomero del prehistórico spot publicitario de la televisión de los tiempos de Fraga y de cuplé, Imelda lo tenía todo: dinero, belleza y poder. Viajó por todo el mundo proponiendo la hermosura de un régimen siniestro, como las grandes pecadoras de los ejemplos religiosos de nuestra infancia, aquellas bellas pecadoras que cuando abrían la boca escupían culebras y sapos verdinegros: la íntima corporeidad del mal. Componía con su marido una pareja de tramposos capataces con suerte, en el rostro la prepotencia vitalicia del triunfo, la belleza del diablo.Nos quedó fijada aquella im...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Como el Baldomero del prehistórico spot publicitario de la televisión de los tiempos de Fraga y de cuplé, Imelda lo tenía todo: dinero, belleza y poder. Viajó por todo el mundo proponiendo la hermosura de un régimen siniestro, como las grandes pecadoras de los ejemplos religiosos de nuestra infancia, aquellas bellas pecadoras que cuando abrían la boca escupían culebras y sapos verdinegros: la íntima corporeidad del mal. Componía con su marido una pareja de tramposos capataces con suerte, en el rostro la prepotencia vitalicia del triunfo, la belleza del diablo.Nos quedó fijada aquella imagen de la Imelda, eterna Miss Filipinas avaladora del secuestro de los derechos humanos de su pueblo y la archivamos como una prueba, hoy por hoy irremediable, de que hay verdugos que no reciben su castigo en esta vida. Hasta que hace unos meses, los medios de comunicación volvieron a colocarnos a ese Bonnie and Clyde de estadistas en el escaparate del mercado mundial de la noticia. Bastaba ver sus rostros para vaticinar el final. Cada arruga de Marcos era un presentimiento de fracaso, e Imelda, la bella Imelda, se había hinchado de miedos retenidos.

Nada hay en política tan grotesco como un dictador incapaz de asumir que ha dejado de serlo. A Manila llegó el helicóptero de las mudanzas y se llevó a la pareja como la grúa municipal se lleva los coches mal aparcados. Me los imagino colgados del helicóptero, pataleando y gritándole al chófer: ¡Usted no sabe con quién está hablando!" Y Ya en Guam, en el almacén trastienda del Imperio norteamericano del Pacífico, Imelda y Fernando o Fernando e Imelda, tanto monta, monta tanto, a pesar de la rica jubilación que se han procurado, habrán tenido ese frío de exiliados en una estación por la que no pasa ningún tren que les devuelva a casa. Perplejos ante la osadía de la plebe insurgente, pero no menos perplejos ante la deslealtad del gran padrino, ricos y pueriles miserables, ignoran que Roma se aviene a pagar a torturadores y traidores, pero no tiene ni un dólar de presupuesto para una inútil nómina de jilipollas.

Archivado En