Tribuna:

Poscarnaval

Ha sido un gran descanso el fin de los carnavales. Realmente un alivio. Ignoro si en el trascurso del pasado año, en el que no viví directamente la situación española, hubo tiempo de muñir esta zarabanda o tal fenómeno obedece a una súbita explosión de lo siniestro. Comprendo que en algunas localidades a las que les ha tocado esta tradición, no puedan hacer otra cosa, pero resulta muy extraño el afán que se ha puesto en incontables lugares por afear la vida. La cuaresma, ese lienzo que se abría para cubrir una larga temporada de dolencia, aparece ahora, sin embargo, como un territorio de civil...

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Ha sido un gran descanso el fin de los carnavales. Realmente un alivio. Ignoro si en el trascurso del pasado año, en el que no viví directamente la situación española, hubo tiempo de muñir esta zarabanda o tal fenómeno obedece a una súbita explosión de lo siniestro. Comprendo que en algunas localidades a las que les ha tocado esta tradición, no puedan hacer otra cosa, pero resulta muy extraño el afán que se ha puesto en incontables lugares por afear la vida. La cuaresma, ese lienzo que se abría para cubrir una larga temporada de dolencia, aparece ahora, sin embargo, como un territorio de civilización. La sociedad moderna ha de parecerse más a esta pulcra liturgia que a las astracanadas de las máscaras.Cuando a semejanza de la cuaresma, la vida española logre apaciguarse, es posible que los problemas no reincidan en el insufrible dramatismo actual. Vivimos tan juntos, el Estado y los ciudadanos, los gobernantes y los gobernados que a menudo (con la salud, los errores taquigráficos o románticos, la policía o la OTAN) se crea una atmósfera de tufo vecinal donde ya es imposible residir equilibradamente. La política, menos que un arte de la lucidez, es un pringue que empapuza las conciencias. Las pocas bromas, menos que un arte de análisis y distanciamiento, se convierten en albóndigas que aumentan la pesadez del guisado. No existe un humor profiláctico y purificador ni, por tanto, un aseado reparto de papeles. Los carnavales, su estruendo y risotadas, el enaltecimiento de la greña y la obesidad del color, son la metáfora de esta escena. Un ámbito, como el español, de otra parte tan soleado, no emplea la luz sino para hacer hogueras, fiestas de moros y cristianos y ya, encima, las barahundas carnavalescas. En todas hay una pulsión de destrucción. Como con el asunto del referendum, reproductor de esa letal manía de involucrar al pueblo y llenar la calle de desperdicios, no es ya posible rehuir la promiscuidad. A esto lo bendicen algunos como dionisiaco. Pero es, en verdad, satánico. La mayor parte de los enredos de esta nación no parecen sino obra de un absurdo carnaval del diablo.

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