Tribuna:

La nueva CEE y España

Como era de esperar, los resultados de la cumbre de Luxemburgo han sido modestos y no han significado ese paso decidido hacia adelante que algunos esperaban. En la anterior cumbre de Milán se trató del relanzamiento de la unión europea; se pretendía fundamentalmente explorar las posibilidades de creación de un auténtico mercado común en Europa, de suprimir el derecho de veto de los Estados en las instancias comunitarias y de dar más poder al Parlamento Europeo, algo que debiera darse por descontado, años después del Tratado de Roma, cuando se considera que en él figuran tanto la ...

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Como era de esperar, los resultados de la cumbre de Luxemburgo han sido modestos y no han significado ese paso decidido hacia adelante que algunos esperaban. En la anterior cumbre de Milán se trató del relanzamiento de la unión europea; se pretendía fundamentalmente explorar las posibilidades de creación de un auténtico mercado común en Europa, de suprimir el derecho de veto de los Estados en las instancias comunitarias y de dar más poder al Parlamento Europeo, algo que debiera darse por descontado, años después del Tratado de Roma, cuando se considera que en él figuran tanto la creación prioritaria de ese mercado común (rebautizado ahora semánticamente de espacio europeo), como la regla de la mayoría (y no de la unanimidad) en las votaciones. ¿Qué se ha hecho, pues, en estos años para que ahora tenga que reescribirse el Tratado de Roma? Se ha avanzado algo en la construcción europea, pero a un ritmo tan lento que, contrariamente a los postulados de las matemáticas, los Aquiles europeos no han sido capaces de alcanzar a la tortuga. Hay bastantes razones para pensar que la renovación de la idea europea manifestada en Milán está relacionada con las nuevas realidades que han aparecido en nuestro continente. Hace apenas unos años parecía posible alcanzar en Europa el nivel de vida norteamericano; creíamos que, salvo en algunos contados dominios, la tecnología europea estaba por lo menos al mismo nivel que la norteamericana. Pensábamos haber encontrado el talismán del crecimiento económico y de la redistribución .de la riqueza. De aquellas certidumbres hoy no queda casi nada: vemos cómo Estados Unidos y Japón se alejan hacia la sociedad posindustrial mientras las viejas naciones europeas parecen complacerse en las glorias del pasado. De no hacer nada para remediarlo, Europa se quedará estancada en las redes de la sociedad industrial, prisionera de un mundo que supo inventar pero del que, aparentemente, no sabe salir.Hace 15 o 20 años aún era posible, desde el punto de vista de la producción, pensar en términos de mercados nacionales: hoy día esa ilusión se ha desvanecido porque el listón se ha elevado considerablemente. Ordenadores, aviones, sistemas de telecomunicaciones, todo lo que nos acerca a la sociedad posindustrial debe ser concebido en términos de mercados mundiales o, cuando menos, continentales. De ahí la urgencia por crear un auténtico mercado común en Europa que esté en consonancia no sólo con la letra, sino también

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con el espíritu del Tratado de Roma. Las primeras demandas en este sentido proceden de los sectores más avanzados de la industria europea, que sienten la estrechez de sus mercados nacionales y la insalvable diversidad de las reglamentaciones nacionales como una grave amenaza para su propia existencia. Los gobiernos, a menudo más preocupados por el día a día que por las grandes cuestiones de fondo, han preferido hasta hace muy poco sacrificar el largo al corto plazo. La reunión de Milán, el lanzamiento del proyecto Eureka y, ahora, la cumbre de Luxemburgo, tal vez marquen el comienzo de un cambio de actitud hacia los problemas y esperanzas de una nueva época.

Es imposible vaticinar cuánto tiempo tardarán los buenos deseos en convertirse en realidades prácticas. Para España, ese intervalo será de gran importancia, porque de lo que se trata en realidad es de acelerar un proceso que hasta ahora parecía estancado. Y si la adhesión a la CEE requería un esfuerzo importante en la segunda hipótesis, no es dificil imaginar la envergadura del proceso de adaptación que requerirá la primera. España apoyó en Luxemburgo las tesis más europeístas, lo cual tal vez signifique que estamos dispuestos a avanzar con rapidez por la senda de la integración total de los mercados.

El fundamento de esta posición hay que buscarlo en un doble argumento: para Europa no hay alternativa posible a su completa y rápida integración en un auténtico mercado común, y para España no hay alternativa a su adhesión a Europa. De esta manera, estamos abocados a caminar bastante más de prisa de lo que era previsible hace unos meses, lo cual exigirá, hay que ser conscientes de ello, un esfuerzo de movilización de todas las fuerzas sociales bastante más amplio que el realizado hasta el presente. La realización de un destino europeo, en esta época de crisis y dificultades, no depende ya de otra cosa que de nuestra propia decisión.

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