Tribuna:

'Mafia'

Pues llegaba yo el pasado jueves al aeropuerto de Barajas, terminal internacional, cuando me encontré con un mar embravecido de taxistas. Los conductores habían aparcado sus vehículos al retortero y se negaban a cargar. O, mejor dicho, se negaban a admitir según qué pasajeros, con un criterio en apariencia caprichoso que no alcancé a comprender en su momento y que por desgracia me incluía a mí entre los clientes repudiables. Ello es que corrí de taxi en taxi, al menos tres me rechazaron sin dar explicación y de mal modo, y a mi alrededor todo era un caos, una batalla campal entre taxistas y un...

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Pues llegaba yo el pasado jueves al aeropuerto de Barajas, terminal internacional, cuando me encontré con un mar embravecido de taxistas. Los conductores habían aparcado sus vehículos al retortero y se negaban a cargar. O, mejor dicho, se negaban a admitir según qué pasajeros, con un criterio en apariencia caprichoso que no alcancé a comprender en su momento y que por desgracia me incluía a mí entre los clientes repudiables. Ello es que corrí de taxi en taxi, al menos tres me rechazaron sin dar explicación y de mal modo, y a mi alrededor todo era un caos, una batalla campal entre taxistas y una penosa perplejidad de pasajeros. En lontananza, a una prudente distancia de unos 150 metros, un guardia municipal permanecía convertido en escultura de sal sin hacer nada. En fin, para abreviar tan tonto cuento: acudí al estatuario policía y éste me metió velozmente en un vehículo, sin preguntarme qué pasaba ni mostrar una especial urgencia en ir a poner orden en el cisco. El conductor estaba tan furioso por haber sido obligado a acarrearme que me maltrató verbalmente con ahínco. Era un hombrón arisco con el taxímetro incrustado en las catacumbas de su coche, de modo que la única manera de ver el precio consistía en lanzarse en grácil plancha por encima del asiento delantero. Bochornoso.Más tarde, un taxista de ciudad, de los normales, que afortunadamente son la inmensa mayoría, me explicó una vez más lo que ha sido tantas veces denunciado inútilmente, a saber: que la terminal internacional es pasto de esta mediocre mafia y que el negocio consiste en capturar a los pobres turistas y clavarles 5.000 pesetas por carrera. Dado que en el aeropuerto no hay un maldito cartel que informe a los extranjeros de las tarifas de taxi y sus derechos, el asunto funcionaría a no dudar de maravilla si no fuera porque a los conductores codiciosos les pierde la estupidez de su codicia: cuando les toca un pasajero español se niegan a aceptarlo, lo cual convierte la subrepticia estafa en un escándalo. O sea, que en este país ni siquiera sabemos chanchullear con eficacia, que ni siquiera para robar hay disciplina.

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