Tribuna:

La Iglesia, a examen: unas notas

Aunque escasamente impuesto en cuestiones económicas (la profesión de la literatura sería suficiente botón de muestra), considero que las inspiraciones financieras de la Iglesia implican un contrasentido, aparte de antojárseme, por lo demás, desplazadas. El sínodo de estos días en Roma, las discusiones de obispos y la preocupación del Papa -ora sonriendo con alarma paternal, ora ocultando el rostro para no interferir, supongo, en el discurso de sus imprevisibles colaboradores- reiteran un ritual indicador de pautas a seguir y entrañan un balance dramático: el de sus relaciones con el mundo. Ta...

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Aunque escasamente impuesto en cuestiones económicas (la profesión de la literatura sería suficiente botón de muestra), considero que las inspiraciones financieras de la Iglesia implican un contrasentido, aparte de antojárseme, por lo demás, desplazadas. El sínodo de estos días en Roma, las discusiones de obispos y la preocupación del Papa -ora sonriendo con alarma paternal, ora ocultando el rostro para no interferir, supongo, en el discurso de sus imprevisibles colaboradores- reiteran un ritual indicador de pautas a seguir y entrañan un balance dramático: el de sus relaciones con el mundo. Tal vez deberíamos comentar y comentar-nos más a menudo respecto a una oratoria eclesiástica que parece flotar inconsútil en medio de los vaivenes cotidianos.¿Se ha preguntado la Iglesia por las razones precisas o presumibles que llevan a tantos a considerarla una ficción verdaderamente notable, habida cuenta de sus seculares raíces y de su pertinacia en pronunciarse respecto al mundo? Pues no siempre da la impresión de que sepa escucharlo, de que quiera entenderlo, de que procure siquiera sincerarse con él. Algo podría decir de sus relaciones con los fascismos del siglo, de sus metaprudentes silencios durante los años de la Segunda Guerra Mundial (preocupada por la meta, más allá, se diría, de lo que pudiera ocurrir con los judíos, comunistas y demoliberales del planeta), de su interés hoy por el Tercer Mundo (que debería ser cristianamente el primero). Pero ha prevalecido con todo ello, a través de todo ello, y su sobrenatural incombustibilidad puede llevar a más de uno a pensar que, de hecho, está audessus de la mêlée. A ningún triste o alegre mortal le gusta que nadie esté por encima de él. Es más, para poder decir que está más allá, sabe que la institución que tal cosa proclame ha de estar con él.

A lo que iba. Ocurre que al sínodo le ha precedido un simposio internacional tan dilatado en su título como ambicioso en sus propósitos. Rezaba así: Iglesia y mundo económico: corresponsabilidad para el futuro de la economía mundial. Al hilo de los comentarios que aparecen en la Prensa (por ejemplo, los impecables de Juan Arias en EL PAIS del 23 de noviembre y días sucesivos), casi parece suscitarse una teonovela de espionaje trascendental que no sé si aún podrá tentar a un Leonardo Sciascia. En cualquier caso, en ese título -que hubiera divertido sin duda a Ramón Gómez de la Serna y quizá provoca do en Valle-Inclán una sutil opereta lírica- ocurre, como en las encendidas oraciones de algunos pupurados, algunas expresiones y palabras incitadoras al comentario. Por ejemplo, y para empezar, en tan sofisticado y cauteloso título asoma lo económico un par de veces. La responsabilidad -eso sí, a tiempo compartido- sólo una.

¿Qué Iglesia es ésta? Diez años después de finado el superlativo general que bajo palio recorrió los templos y monasterios más variados y hoy gracias a la democracia recuperadamente autonómicos, bien parece que la Iglesia podría intentar una mínima elasticidad, independiente de los poderes económicos que en el mundo son y han sido. No me refiero exclusivamente a su función espiritual única, que los tiempos no están para exageraciones, pero sí, por lo menos, a una dimensión discrecional, suasoria y argumentativa, que atendiera a los banqueros (qué madre puede negar su atención a cualquier hijo, por privilegiado que sea), pero también a deudores y morosos, a díscolos y a aduladores puntuales. Sin olvidar que no siempre los más obedientes son los mejores. La experiencia que comporta ejercer durante siglos un arbitraje paternal debería haber ampliado y afinado su conciencia de que toda filiación demasiado dependiente acostumbra a embozar egoísmos nada ecuménicos. Parecería que la Iglesia, tan ocupada y sacudida por perturbaciones inocultables como una gestión económica deficiente, decide ahora emprender una revisión de sus arcas, también sin duda espirituales. Pero da la impresión de que, como ocurre con cualquier sociedad anónima, en cuanto le fallan los hechos, recurre a la palabras. Timoneada con pericia discutible, la nave hace aguas, y hay que achicar una inundación por aquí y embrear al otro extremo algún resquicio de la precaria arboladura. Con todo ello, sigue en su destino y en sus prerrogativas (¿confundiendo éstas con aquél?) de señalar caminos y recomendaciones donde sea. Inescrutables son los caminos del Señor, por cierto, pero ya es casi prodigalidad especualtiva -con semejante historial- ponerse a dictaminar el futuro económico.

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La Iglesia, a examen: unas notas

Viene de la página 11Con su ánimo de trabarlo todo tan bien, tan intangible, tan equilibrada, la Iglesia es lo más parecido a la realidad hecha misterio. (Lo contrario es, por supuesto, muy dificil.) Y ahora quiere serlo económico. Y habla -Ratzinger dixit- de capitalismo salvaje ante las pías multinacionales más responsables como la previsora Nestlé. Levantar el fantasma -pues en el misterio estamos- del capitalismo salvaje me parece por lo menos impropio. Pues el capitalismo nada tiene de salvaje (que puede ser bueno), sino de depredador (que pasa por culto). ¿No será que el temor a lo desconocido o imprevisible, que delata llamar salvaje a lo conocido y programable, es la razón del deslizamiento calificativo? He ahí una dicotomía mental perniciosa que tal vez la deformación profesional de las letras me lleva a exagerar. ¿No habrá un lastrado colonialismo residual que desenmascara ese calificar de salvaje a un capitalismo que, al fin y al cabo, se limita a ser conspicuo, funcional, eficiente? Y eso no es ser salvaje, sino cumplidor. ¿O se pedirá que el capitalismo sea fraterno, ajeno a sus intereses, carente de cálculo? Seamos justos, no perdamos la ecuanimidad. El capitalismo nada tiene de irresponsable y nunca incurrirá en la imprevisión de lo salvaje, algo que sólo tienta a gentes de mal vivir, que además, o no comen o comen muy poco.

Debe de subyacer una confusión al inflamado discurrir de Ratzinger. Y es la de creer que el mundo civilizado es el mejor, y que, por tanto, el otro -sea tercero o esté esperando su paternal número respectivo- ha de aspirar pacientemente a que le toque la lotería. De hecho, el capitalismo ha de resignarse a ser depredador. Su forma de barbarie es el silencio expectante, la educación escandalizada ante la colectivización de haciendas como La mía y La suya, de Somoza, y algún secuaz, y el peligro para muchos bancos europeos de que las deudas de los pueblos del subdesarrollo puedan ser bloqueadas. Verdaderamente, estremece el futuro de estos financieros, es peligrosísima su situación, podrían morir en la cama (eso le quita el sueño a cualquiera), podrían morir de un infarto (¿quién que es no es infartable?), podrían morir incluso de un corte de digestión. De estas asechanzas están libres en gran parte los países de subdesarrollo, aunque no parezcan apreciarlo. También puede ocurrir que la muerte por inanición sea metaforizada algún día en defunción por anorexia; cosas más difíciles ha inventado Occidente.

Pero eso no es lo péor. Lo desconsolador, aquello que estremece las cristianas carnes, lo que llega a angustiar hasta el vértigo es que las ayudas de las iglesias ricas (como la de la RFA) puedan favorecer a regímenes de inspiración marxista. Malo es que semejantes doctrinas inficionen el sano cuerpo de los pueblos, pero que, encima, se les dé de comer, ya es algo que clama al cielo. En cualquier caso, yo propondría (aunque es, sin duda, un consejo ocioso) que, antes de proporcionar ningún alimento a cualquier indocumentado, se le pregunte previamente si es marxistá, y si es así, que ayune. Morirán algunos, pero, ¿qué duda cabe de que se les facilitará la posibilidad de conseguir una gloria eterna? De más está decir que la capacidad de simulación del ser humano, en momentos de apuro como el hambre o la desesperación, es infinita. Hay que estar avisados.

No sé si entiendo bastante la previsión de la Santa Madre Iglesia. Pero me gustaría que el papel de los dos primeros adjetivos pudiera apreciarse algo más. Creo que nos conviene a todos, pues la Iglesia es un colectivo importante, como diría el lenguaje desjerarquizado de hoy, y, al fin y en resumen, de su suerte depende también, en mayor o en menor medida, el destino de todos. Y que Dios os ampare y a mí me perdone.

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