Tribuna:DELINCUENCIA JUVENIL Y ATENCIÓN SOCIAL AL MENOR

Desde los 'marginados'

Visité el Tribunal Tutelar de Menores. Allí descubrí que los niños protegidos eran enviados a colegios o centros en régimen abierto. Los que tenían que ser reformados eran simplemente amonestados y devueltos a sus casas; otros, llevados a los mismos centros abiertos, de los que podían marcharse al día siguiente (en muchas ocasiones, sin enterarse el Tribunal hasta la próxima detención del chaval), y si ya habían sido detenidos muchas veces, entonces eran encerrados en centros de máxima seguridad.Más tarde me dirigí a los centros. Observé cómo los niños protegidos que se portaban ...

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Visité el Tribunal Tutelar de Menores. Allí descubrí que los niños protegidos eran enviados a colegios o centros en régimen abierto. Los que tenían que ser reformados eran simplemente amonestados y devueltos a sus casas; otros, llevados a los mismos centros abiertos, de los que podían marcharse al día siguiente (en muchas ocasiones, sin enterarse el Tribunal hasta la próxima detención del chaval), y si ya habían sido detenidos muchas veces, entonces eran encerrados en centros de máxima seguridad.Más tarde me dirigí a los centros. Observé cómo los niños protegidos que se portaban mal eran echados del centro y ampliaban la rueda de los reformables. Que los reformables no ingresados en centros quedaban en libertad vigilada, y su vigilante atendía a una población de hasta 500.000 habitantes (caso de Vallecas-Mediodía). Que la finalidad de los centros de máxima seguridad era proteger a los ciudadanos de la peligrosidad de estos niños. También supe que cuando cumplían la edad penal (16 años) eran echados, unos y otros, aunque no tuvieran familia ni hogar, ni trabajo, o aunque fueran catalogados de muy peligrosos.

De la mano de estos muchachos acudí a las comisarías. Vi menores esposados, golpeados, amenazados e insultados, detenidos más de un día, hasta tres, sin dar cuenta a la familia, al fiscal o al tribunal. Éstos eran los niños que habían pasado por tales centros. Pero había otros muchos chavalillos inhalando pegamento por las calles, tomando anfetaminas o hipnóticos, o bebiendo. Y otros en manos de prostituyentes. Centenares más mendigando. Los niños crecieron. Ya habían sido protegidos o reformados. Pero no quisieron ser buenos y siguieron buscándose la vida y drogándose, técnicas y fórmulas ampliadas.

En comisarías ya eran conocidos. Algunos, pocos, servían de confidentes. Otros se resistían y conocí con ellos los malos tratos, los tiros... Dscubrí la ilegalidad de muchas actuaciones: declaraciones y reconocimientos sin abogado, presiones a testigos, registros o detenciones sin mandamiento judicial, cambios de partes médicos... Y corrupciones: policías quedándose con parte de la droga, ofrecimiento de ésta e incluso venta... Al principio lo negaban los jefes (aunque algunos lo reconocían entre pasillos). Hasta condecoraban a torturadores. Más tarde hablaron de policías buenos y malos pero miembros del cuerpo que denunciaban delitos de sus compañeros eran suspendidos de empleo y sueldo.

La cárcel irremisible

Y de las comisarías, a los juzgados. Allí los chavales entraban todos en el mismo saco. No se atendía a su pasado o presente social, al estado de necesidad (A. P. R., por ejemplo, abandonado a los dos años, desde entonces en centros de menores, fue echado a los 16 años sin tener familia, casa ni trabajo... sin saber leer y escribir. ¿Cómo pensarían que iba a subsistir?) o a su drogodependencia. El final irremisible era la cárcel.

Les acompañé a la cárcel. Nos dijeron que ya las estaban cambiando, que ya no eran escuelas de delincuencia, que se podían rehabilitar los presos. Eso sí, podían disponer de cuanta droga quisieran, autolesionarse, agredir y ser agredidos, morir sin atención médica o suicidarse. Aún nos enseñaron una excepcion: la cárcel para jóvenes Meco 2. La de las piscinas. Cuando me pidieron nombres de chavales que pudieran ir a ella, rechazaron a los que tenían un historial conflictivo. A éstos les enviarían, terapéuticamente, a Ocaña 1, Herrera o similares.

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No es una disyuntiva de buenos o malos (educadores, policías, jueces). Es una cuestión de sistema. No se trata de denunciar a tal miembro de tal institución, aunque haya que hacerlo para sacar a la luz lo que el sistema oculta.

Jueces, fiscales, políticos,. intelectuales y profesionales de distintas áreas sociales reconocen y citan, tápicamente ya, como causas de la delincuencia juvenil el consumismo, el paro, el fracaso escolar, el tráfico de drogas, la falta de valores para la infancia y juventud... Los niños y jóvenes van cayendo, uno tras otro, en una loca carrera hacia el exterminio, como chivos expiatorios de un mal social y político ajeno a sus propias vidas.

Y cuando desde los barrios, que no son una institución privada ni tienen otros intereses que los de una vida digna y con sentido, hacemos denuncias, se nos tacha de cómplices de delito, de visionarios o manipuladores de niños.

En la época de la dictadura se persiguió y controló a las clases populares bajo excusa de delitos políticos. ¿Será que ahora, cuando no es posible tal excusa, se persigue y controla a los mismos sectores con el pretexto de delitos sociales de inseguridad ciudadana?

Enrique de Castro es sacerdote dedicado a tareas de ayuda a jóvenes marginados.

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