Editorial:

El niño martirizado

LA COINCIDENCIA del descubrimiento de unos cuantos casos de niños maltratados no indica una situación nueva en la sociedad: puede ser algo positivo, en el sentido de que ahora se denuncian casos que antes le encubrían. Bajo estas noticias hay una realidad permanente a la que se pone una cifra incompleta. Se sabe de unos 40.000 casos anuales de niños torturados, de los cuales unos 150 fallecen a consecuencia de sus heridas: son homicidios o parricidios. Los casos que se ignoran, que nunca llegarán a las autoridades o a la Prensa, pueden ser muchísimos más. No es tampoco un problema español, y h...

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LA COINCIDENCIA del descubrimiento de unos cuantos casos de niños maltratados no indica una situación nueva en la sociedad: puede ser algo positivo, en el sentido de que ahora se denuncian casos que antes le encubrían. Bajo estas noticias hay una realidad permanente a la que se pone una cifra incompleta. Se sabe de unos 40.000 casos anuales de niños torturados, de los cuales unos 150 fallecen a consecuencia de sus heridas: son homicidios o parricidios. Los casos que se ignoran, que nunca llegarán a las autoridades o a la Prensa, pueden ser muchísimos más. No es tampoco un problema español, y hasta tiene poco que ver con el grado de civilización de un país en esa medida individual, aunque colectivamente se ha progresado mucho; el siglo XIX era todavía el del trabajo prácticamente homicida de los niños, en las minas o en los telares, y las organizaciones mundiales creen que hoy mismo hay unos 150 millones de niños en el mundo, principalmente -pero no únicamente- en los países subdesarrollados, que ejercen trabajos muchas veces superiores a sus propias fuerzas y que dañan irreparablemente su futuro de adultos. En Estados Unidos hay trabajos sociológicos y estadísticos que han trascendido a la Prensa en los que se descubre que la pobreza y la miseria atañen mucho más a niños y jóvenes que a adultos, aunque de su misma clase y grupo social.En los casos de las torturas domésticas, sociólogos, psicólogos y asistentes sociales tienden a explicarlos como una proyección que hace del niño el culpable de situaciones dramáticas personales o familiares: la aparición del niño no deseado que ha forzado matrimonios o emparejamientos no deseados, o la rotura de proyectos de vida, o la acentuación de la miseria. Es, naturalmente, una proyección psicopatológica -sin que ello suponga la falta de responsabilidad moral y penal de quienes la perciben así- que muchas veces se extiende a la pareja, muy generalmente a la mujer (los casos de mujeres agredidas por sus compañeros forman parte del mismo cuadro), aunque muchas veces sean los dos quienes martiricen a los hijos. Cabe el idealismo de suponer que algunas facilidades que aparecen en nuestro tiempo -anticonceptivos, aborto, divorcio- puedan llegar a atenuar la situación, pero de momento cabe situar la realidad en el hecho en sí y no derivarla a explicaciones generales. Este hecho en sí viene beneficiándose de una cierta impunidad social. Los que conocen los casos no los denuncian: por el miedo clásico a enredarse con la policía y la justicia o por el de las represalias de personas conocidas como brutales. Dentro de la familia, el culpable puede no ser denunciado por el miedo a que su encarcelamiento o penalización acabe con los únicos ingresos económicos, con lo que la situación del grupo empeoraría más, puesto que la sociedad no tiene previstos recursos para sostener a las víctimas. Y muchos niños martirizados procuran ocultarlo hasta de sus compañeros de escuela por miedo a las represalias, pero también porque aún están imbuidos de la idea de que ellos no pueden dañar a sus padres.

Aunque la sociedad va cada vez más, aunque muy lentamente, en el sentido de evitar las paternidades o maternidades no deseadas y de la formación y sostenimiento de las parejas forzosas, y en el de tratar de una protección y una especie de reinserción social de las víctimas, la realidad es que son ideales lejanos que tardarán muchísimos años en tener un efecto y que ahora lo que importa es atajar los hechos: no vacilar en denunciarlos en cuanto se tenga conocimiento de ellos, y reclamar de la intervención policiaca, que muchas veces se desentiende, y de la judicial una acción pertinente y rápida para poner fin a estos delitos. El ciudadano denunciante debe verse asegurado de que su acción no le va a atraer males personales y de que la penalización no va a causar mayores dolores a quienes ya son víctimas de esta brutalidad doméstica. Son temas que requieren una legislación rápida y eficaz.

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