Tribuna:

Sentencia

El tema resultaría aburridísimo sí no fuera por la rabia, por la angustia, por esa desesperación que infunde la noticia y que hace que parezca nueva, pese a lo repetitivo del asunto. Esta vez la víctima se llamaba María del Carmen Peláez. Tenía 22 años y el miércoles fue asesinada por Antonio Carrillo, su marido, un cabo de la Guardia Civil que le doblaba la edad. María del Carmen iba con sus dos hijos por la calle. Antonio se abalanzó sobre ella, la tiró al suelo, le metió siete tiros en el cuerpo. Truculento, rápido y ritual: al parecer, había amenazado varias veces con pegarle siete tiros, ...

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El tema resultaría aburridísimo sí no fuera por la rabia, por la angustia, por esa desesperación que infunde la noticia y que hace que parezca nueva, pese a lo repetitivo del asunto. Esta vez la víctima se llamaba María del Carmen Peláez. Tenía 22 años y el miércoles fue asesinada por Antonio Carrillo, su marido, un cabo de la Guardia Civil que le doblaba la edad. María del Carmen iba con sus dos hijos por la calle. Antonio se abalanzó sobre ella, la tiró al suelo, le metió siete tiros en el cuerpo. Truculento, rápido y ritual: al parecer, había amenazado varias veces con pegarle siete tiros, justo siete. Llevaban dos años separados.El tema resultaría aburridísimo si no fuera por el profundo y lento horror que encierra. Hemos leído tantas protestas de abogadas hablando de la indefensión de sus clientas, de esas mujeres que intentan divorciarse, escapar de un marido que les pega. Hemos leído tantas críticas a la morosidad e inoperancia de la ley en estos casos. Y a veces hemos leído incluso muertes, como la de María del Carmen. Por detrás, en la oscuridad, quedan años de terror, de pesadilla. Una sentencia letal vivida a plazos. De esa brutalidad cotidiana. se habla muy poco. Hace falta morir para salir en los papeles.

El tema resultaría aburridísimo si no fuera por esos miles de mujeres que están sobreviviendo así, con el miedo hincado en la memoria. Con un verdugo propio y sacramentado por la Iglesia. Ahí están ellas, luchando por encontrar empleo, manteniendo a sus hijos, doblando esquinas con un perpetuo pánico a su sombra. Sus madrugadas se llenan de llamadas telefónicas amenazantes y la puerta de su casa parece demasiado frágil, pese al refuerzo de cerrojos, cuando llega a aporrearla ese energúmeno, ese enfermo. De vez en cuando el ex marido las atrapa, les rompe unos cuantos huesos, el aliento y lo que les queda de esperanza. Dan igual las denuncias, las querellas: al día siguiente el verdugo está de nuevo allí, madurando al asesino que lleva dentro. Inermes y legalmente abandonadas, miles de mujeres salen de casa cada día sentenciadas a un encuentro fatal con siete balas.

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