Tribuna:

Apócrifos

No hace mucho Agustín García Calvo se quejaba en este periódico de la decadencia de la teología. El affaire de los artículos más o menos apócrifos del Papa ha venido a confirmar este abandono. Hemos visto todo tipo de comentarios sobre este nuevo escándalo pontificio pero ninguno teológico. Es una pena. Insistir en los manejos de un periódico triliteral y trilateral en el que ya no quiere escribir ni el Papa porque no lo lee ni Dios puede ser divertido, pero es poco comparado con lo que aquí está en juego.Es el caso que aquí se nos ofrece un apócope metafórico del devenir de la religión...

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No hace mucho Agustín García Calvo se quejaba en este periódico de la decadencia de la teología. El affaire de los artículos más o menos apócrifos del Papa ha venido a confirmar este abandono. Hemos visto todo tipo de comentarios sobre este nuevo escándalo pontificio pero ninguno teológico. Es una pena. Insistir en los manejos de un periódico triliteral y trilateral en el que ya no quiere escribir ni el Papa porque no lo lee ni Dios puede ser divertido, pero es poco comparado con lo que aquí está en juego.Es el caso que aquí se nos ofrece un apócope metafórico del devenir de la religión. Lo que ha subyacido siempre a ésta, a fin de cuentas, es un problema de autoría: qué personalidad tiene realmente cada cual para firmar lo que afirma. Naturalmente, la multiplicación de los mass-media no ha hecho más que complicar un embrollo ya considerable. Primero estaba el Ser-que-se-es: creó la Nada y descansó, bien lo merecia, según nos cuenta el maestro Abel Martín. Pero su reposo se vio a los pocos eones turbado por una serie de vociferaciones proféticas, dogmas, excomuniones, recomendaciones higiénicas, incluso directrices políticas, todas ellas firmadas con su nombre: Dios. "¿Pero será posible?" -se preguntaba primero con intriga y luego con irritación el Ser-que-se-es- "¡A buenas horas se me va a ocurrir a mí decir nada a nadie! Como si no supiera yo en qué va a parar todo...". Pero la falsificación, por lo visto, ya no tenía remedio, incluso se fue agravando. Cada vez más grupos, sectas e incluso individuos particulares esgrimían con vicioso aplomo el copyright de Dios. El Ser-que-se-es, el pobre, ya no sabía dónde meterse; aún no sabe, por eso está en todas partes. De vez en cuando, al verse atribuir un terremoto o un decreto sobre el modo de cocinar las sardinas, el espíritu eterno se le va en suspiros y murmura a su antigua preferida, la Nada: "¡Qué agobio qué descaro..., qué.... que vergüenza, hombres!".

Para aproximarse de veras a la divinidad, al Papa sólo le faltaba que le saliera un articulista apócrifo que firme con su nombre. Ahora ya sabe lo que sufre el Espíritu Santo cuando tiene que aguantar que le atribuyan sus encíclicas...

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