Tribuna:

El linaje del príncipe

Una parte de la biblioteca personal de Napoleón III y de su gentil consorte, Eugenia de Montijo se encuentra depositada en un recinto religioso campestre de sugestivo paisaje y ambiente recoleto junto a la rutilante Biarritz de los casinos, las playas y los soberbios paseos junto al mar. A Biarritz se le ha llamado, con razón, un invento de la emperatriz española. Fue ella la que, conocedora de los incomparables acantilados, playas y dunas semidesiertas que se extendían entre Bidart y Bayona, insistió cerca del emperador con objeto de que ayudara a la creación de un centro de veraneo con toda ...

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Una parte de la biblioteca personal de Napoleón III y de su gentil consorte, Eugenia de Montijo se encuentra depositada en un recinto religioso campestre de sugestivo paisaje y ambiente recoleto junto a la rutilante Biarritz de los casinos, las playas y los soberbios paseos junto al mar. A Biarritz se le ha llamado, con razón, un invento de la emperatriz española. Fue ella la que, conocedora de los incomparables acantilados, playas y dunas semidesiertas que se extendían entre Bidart y Bayona, insistió cerca del emperador con objeto de que ayudara a la creación de un centro de veraneo con toda clase de atractivos para que acudieran allí visitantes nacionales y extranjeros. La base y cimiento de ese proyecto era levantar una residencia veraniega para el imperial matrimonio. Villa Eugènie fue el punto de apoyo de la gran aventura biarrote. Napoleón, muy sensible a los caprichos de su bellísima mujer andaluza, iba probablemente a remolque en la iniciativa.Eran los años de la luna de miel del matrimonio. No venía el heredero con la premura que el improvisado Imperio exigía. Eugenia de Guzmán -en realidad, de Portocarrero- oyó hablar de la fama de santidad de un clérigo bayonés que en Anglet había levantado de la nada, con el solo prestigio de su ardiente fe, una institución mariana titulada El Refugio, en donde la orden religiosa por él fundada se ocupaba, entre otras actividades, de recoger a las muchachas campesinas pobres que llegaban a Bayona a ganar un mísero sustento, cayendo casi siempre en la prostitución. Un gran número de estas arrepentidas ingresaba en una orden de rigor trapense, las Bernardinas, llamadas también las silenciosas. Vivían en chozas de madera, y trabajaban en el campo durante todo el día. Se tocaban con un ancho sombrero redondo de paja, sujeto con una cinta al traje campestre, un atuendo que se asemeja al de las mujeres del Altiplano de la América meridional. Allí se presentó un día la pareja imperial. Un cuadrito ingenuo que hoy se contempla en El Refugio representa al emperador liberal de uniforme -pantalón rojo, guerrera azul marino, kepi-, acompañado de su esposa y del padre Cestac, que tal era el nombre del fundador. A las puertas de una de aquellas celdas paupérrimas, una bernardina, de rodillas, parece escuchar la petición de la emperatriz: "Oraciones de la comunidad p ara lograr la gravidez". Súplica de tantas reinas. Los buenos oficios de la orden silenciosa hicieron realidad lo que era ardiente esperanza: el príncipe Napoleón nació el 14 de marzo de 1856. Desde entonces, Napoleón y su cónyuge. se convirtieron en benefactores notorios de las obras del abate bayonés. Bonaparte, que era un convencido (como su tío, el primer emperador) de la necesidad de convertir las Landas, y en general, las dunas del suroeste francés, en terreno aprovechable para el bosque y la agricultura, halló en el abate Cestac un pionero de la siembra masiva de las arenas estériles para convertirlas en prados fértiles. La amistad entre Cestac y los emperadores duró hasta la muerte del místico religioso, en 1868, dos años antes de la caída del Imperio. Todavía hoy se enseña en el oratorio una imagen mariana cuyos rasgos se inspiran en la belleza radiante de la soberana española.

Tiene más de un millar de volúmenes esa biblioteca napoleónica. Son en buena parte literatura oficial, actas parlamentarias, compilaciones legislativas, memorias de la Administración. Las encuadernaciones son de cuero repujado en su mayoría. Hay también otros cientos de libros de política, historia, arte y ciencias de la época. La literatura escasea. Dicen que el tercer Napoleón gustaba de las lecturas didácticas, en las que se refugiaba por la noche huyendo de los saraos oficiales de Biarritz, que encantaban a la emperatriz. Hay junto a los libros una espléndida colección de plaquettes, envueltas en terciopelos azules, verdes y granates con herrajes plateados y rótulos dorados. Son en su mayoría una parafernalia de obsequios inútiles y adulatorios que llevan en su interior discursos, poesías, valses inéditos, nombramientos, homenajes, ejecutorias miniadas y libros de devoción.

No encontré entre ese centenar largo de breves documentos y folletos un texto original que deseaba contemplar. En 1856 tuvo lugar en Biarritz un episodio histórico que dio lugar a muchos y contradictorios rumores. Dos caballeros vizcaínos, nombrados por la Junta General de Vizcaya comisionados especiales, visitaron a los emperadores para hacerles entrega de un mensaje de aquel organismo foral aprobado por unanimidad por los apoderados o junteros so el árbol de Guernica. El texto, redactado por el famoso historiador y erudito bilbaíno Juan Eustaquio Delmas, declaraba "bizcaino originario" al príncipe recién nacido, teniendo en cuenta que procedía por línea materna de Eugenia, condesa de Teba, señora de la Torre de Arteaga y heredera de uno de los linajes más anti

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guos del Señorío, conocido desde tiempo inmemorial. El lenguaje de Delmas, romántico y fuerista, refleja el sentir y el clima político de aquel momento.

La Junta General de. Guernica se reunía precisamente el 16 de julio de 1856. Madrid vivía en esos días unas jornadas revolucionarias de extrema gravedad. El bienio progresista tocaba a su fin, al romperse la coalición gobernante y enfrentarse O'Donnell con Espartero. La reina se hallaba prisionera en palacio, defendida por las tropas leales contra la Milicia Nacional. Las Cortes Constituyentes estaban cercadas en el Congreso por las fuerzas de Serrano, capitán general de Madrid. Se decía que la reina iba a ausentarse de la capital y marchar al País Vasco, buscando apoyo conservador frente a la revolución progresista. Las Provincias -como entonces se las llamaba- eran en su gran mayoría carlistas, y el esparterismo tenía allí escaso apoyo popular.

La idea de nombrar al heredero del trono imperial francés oficialmente "bizcaino originario de preclara raza, con derecho al goce y disfrute de todos los derechos y prerrogativas injerentes a lo bizcaino" no dejaba de ser, en esos instantes de caos revolucionario nacional, un episodio insólito. El mensaje recalcaba que la sangre de Arteagas, Ezquerras y Guzmanes corre por las venas de este infante de noble y antigua estirpe". Es decir, que lo importante del linaje del príncipe no era solamente la herencia del gran aventurero corso, sino el caudal genético que le venía de su madre, de su ascendencia vizcaína.

Los comisionados, Antonio López de Calle y José Salvador de Lequerica, marcharon a París, pero los emperadores se hallaban en Plombières, y la Embajada de España se hallaba desierta. Salustiano Olózaga, que la ejercía desde 1854, había acudido a Madrid, reclamado por sus amigos progresistas para apuntalar en las Cortes con su talento político las indecisiones y la apatía del duque de la Victoria. Hubieron de esperar a que llegase el nuevo embajador después del triunfo de O'Donnell y la retirada de Espartero a Logroño. El general Serrano, cuya intervención fue decisiva en la derrota del Gobierno progresista, recibió como recompensa el nombramiento de embajador en París, donde tomó posesión a primeros de agosto.

Olózaga, alavés de nacimiento, tuvo noticia del acuerdo de las Juntas de Guernica, y estalló en cólera, denunciando el nombramiento como un intento de la mayoría reaccionaria de ' la Junta General "de pedir el protectorado de Francia para el Señorío, de Vizcaya" en caso de producirse una crisis institucional. Era. un infundio propalado deliberadamente, en aquel ambiente cargado de violencias, sublevaciones, combates callejeros y cañonazos en las calles de Madrid.

Serrano recibió en la Embajada a los comisionados vizcaínos, quien es desmintieron rotundamente la grave acusación. Quedó el flamante embajador en presentarlos a la imperial pareja. Tuvo lugar la entrevista el 13 de septiembre, en Villa Eugènie-, recién terminada. Serrano iba de paisano, con la Gran Cruz de Carlos III, y los mensajeros, de etiqueta. Lequerica pronunció un discurso en francés, al que contestaron Napoleón y Eugenia. Al cabo de un rato salió ella del salón y, trajo al príncipe del preclaro linaje en sus brazos. Al día siguiente, en la residencia estival de Bayona hubo un banquete de gala en honor de los dos congresistas vizcaínos. El emperador llevaba el Toisón de Oro, que rara vez portaba. Al empezar el baile se retiraron los anfitriones, con Serrano y los legados vizcaínos, a un salón contiguo al principal. Sobre la mesa habían desplegado un gran mapa de la costa cantábrica de la Marina francesa. "¿Dónde está Arteaga? ¿Se puede llegar por mar hasta la misma torre?". Eugenia de Guzmán no conocía el solar de sus antepasados. Pidió que le enviasen un ejemplar de los Fueros para saber en qué consistía el libro de las leyes viejas.

La emperatriz anunció que levantaría un castillo nuevo sobre los cimientos del antiguo y que no tardaría en aparecer por allí un arquitecto con instrucciones para la obra. Así sucedió, en efecto, y un edificio de gusto francés se alzó en las cercanías del anejo reducto. Eugenia nunca tuvo ocasión de habitarlo ni de visitarlo.

Las relaciones entre Isabel II y la emperatriz siguieron en los años posteriores su curso de protocolaria amistad, manifestada en recíprocas visitas fronterizas en Bayona y San Sebastián durante los veranos. El tren especial francés que ofreció Luis Napoleón a la reina destronada en Alcolea se detuvo unos instantes en la estación de La Negresse para que los emperadores pudieran saludar a la soberana que venía de Irún e iba camino de Pau, donde iniciaba su destierro. Era el 30 de septiembre de 1868, y faltaban solamente dos años para Sedán. Fue ese año también el último veraneo de los emperadores en Villa Eugènie.

Al abandonar este otro Biarritz, menos conocido y enfundado en recuerdos, quise dar un vistazo al pequeño museo contiguo a la residencia de la comunidad. Me llamó la atención un parasol diminuto que perteneció a la emperatriz, con su mango de cuero, su larga caña blanca y su capuchón de seda envuelto en encaje negro de Alensón. Un halo de sombra mínima que cubriría su bella cabeza rubia nimbada de tirabuzones.

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