Editorial:

Insolidaridad y cárceles

CUANDO UN país tiene problemas carcelarios de la magnitud que actualmente padece España, es una utopía pretender que las autoridades los resuelvan inmediatamente, como por arte de magia, sin el apoyo del conjunto de los ciudadanos. Cualquier alternativa a la situación actual de las prisiones rebasa a las meras buenas voluntades, y sólo podrá implantarse si la sociedad española se muestra dispuesta a pagar los peajes correspondientes. Los motipes, aun cuando tienen un saldo de sangre y muerte, como ocurrió desgraciadamente anteayer en Málaga, vistos desde fuera de los centros penitenciarios son...

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CUANDO UN país tiene problemas carcelarios de la magnitud que actualmente padece España, es una utopía pretender que las autoridades los resuelvan inmediatamente, como por arte de magia, sin el apoyo del conjunto de los ciudadanos. Cualquier alternativa a la situación actual de las prisiones rebasa a las meras buenas voluntades, y sólo podrá implantarse si la sociedad española se muestra dispuesta a pagar los peajes correspondientes. Los motipes, aun cuando tienen un saldo de sangre y muerte, como ocurrió desgraciadamente anteayer en Málaga, vistos desde fuera de los centros penitenciarios son poco más que unas cuantas líneas de información molesta e inquietante. Pero desde dentro constituyen la respuesta dramática a las deficiencias estructurales de los centros, al hacinamiento de los recluidos y a la ausencia entre nosotros de una tradición democrática que limite el papel de la cárcel a lo que debe ser: una estricta privación de la libertad en el contexto de un respeto a todos los demás derechos y a la dignidad de los internos.La muerte de un policía en Málaga -en los disturbios de una cárcel para 250 reclusos que actualmente alberga a 700-, a estas alturas sólo puede escandalizar a quienes en estos últimos tiempos se hayan propuesto cerrar los ojos a la realidad. Las siniestras historias de nuestras cárceles -las condiciones interiores de higiene y seguridad, sus reyertas habituales, las violaciones sistemáticas y generalizadas de los detenidos más jóvenes, el consumo habitual de droga en las celdas- han sido repetidas hasta la saciedad por los medios de comunicación, sin conseguir crear, al parecer, la conciencia necesaria para despertar una actitud solidaria y resolutiva del problema.

En Cataluña, por ejemplo, para resolver los atropellos de la cárcel mal llamada Modelo, que alojaba a principios de esta misma semana a más de 1.800 presos cuando carece de condiciones para tener siquiera a 1.100, tanto el Gobierno central como la Generalitat decidieron sustituirla por tres o cuatro instalaciones modernas y seguras especializadas en preventivos, no muy alejadas de Barcelona -para estar cerca de los juzgados de los que dependen- y que respondieran a la nueva legislación penitenciaria. Sin embargo, en todos los casos ha habido una virulenta reacción contraria por parte de los municipios elegidos o que sonaban para ello: manifestaciones, huelgas generales, ataques, insultos e incluso declaraciones formales de persona no grata para el responsable autonómico de Justicia, Agustí Bassols. Las enemistades partidistas han quedado automáticamente limadas en esas poblaciones: alcaldes y concejales convergentes, socialistas, fraguistas, comunistas e independientes de esas localidades han cerrado filas frente a las direcciones de sus propios partidos y delante de las instituciones para oponerse a las cárceles. La insolidaridad y la hipocresía no han tenido color político determinado. Se rechazan de entrada tanto las razones de fondo como los criterios de selección geográfica utilizados, al tiempo que se anuncian trabas sin fin para los permisos municipales de obras. Parece como si la legitimidad de quienes han sido elegidos democráticamente para, entre otras cosas, tomar este tipo de decisiones acabara precisamente ahí, en un "aquí no dejaremos hacer una prisión lo decida quien lo decida".

La Generalitat ha intentado convencer de que una cárcel puede llegar a resultar incluso rentable económicamente, por el flujo económico que genera su construcción y mantenimiento; ha garantizado que en todos los casos las prisiones se situarán en fincas alejadas de los núcleos habitados, en lugares no rentables para ninguna otra actividad, desarrollando vías de acceso actualmente marginales y sin que los edificios sean visibles desde los pueblos. Ha sido inútil, como también lo ha sido el consejo de que el peor error que pueden cometer estos municipios es identificar ahora, con sus protestas públicas, el nombre de la localidad con las nuevas cárceles, que tienen previstas sus propias denominaciones independientes de cara al futuro.

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Con estas actitudes, las cárceles se han convertido en un tema tabú. Nadie parece discutir la necesidad de mejorar las condiciones de las actuales, pero este consenso no pasa de las palabras. Y en realidad eso es un problema que refleja algunas de nuestras endebleces de fondo. Sabemos quejarnos de la inseguridad ciudadana, de los abusos que se cometen día a día; diagnosticamos fórmulas para resolver las cosas. Pero, a la hora de la verdad, aquí casi nadie está dispuesto a poner nada de su parte. Así nos va. Y así van nuestras cárceles, mientras todos estamos a la espera del próximo motín, de las próximas muertes y de las consiguientes -y unánimes- declaraciones exigiendo que se encuentre una solución para este tema.

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