Tribuna:

Crisis de confianza en la bolsa

La bolsa languidece. Las estadísticas de cotización y volumen de negociación son todavía brillantes este año, si bien su evolución ha sido decreciente y regresiva desde el mes de enero. Según el autor, los datos sobre la situación bursátil muestran una quiebra en la confianza de los inversores y confirman aquella divertida analogía entre la estadística y los biquinis: ocultan lo esencial.

La tan repetida trilogía de componentes del riesgo bursátil -tipo de interés, beneficios empresariales y confianza psico-político- social- va teniendo en 1985 una incidencia muy desigual. Los inversion...

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La bolsa languidece. Las estadísticas de cotización y volumen de negociación son todavía brillantes este año, si bien su evolución ha sido decreciente y regresiva desde el mes de enero. Según el autor, los datos sobre la situación bursátil muestran una quiebra en la confianza de los inversores y confirman aquella divertida analogía entre la estadística y los biquinis: ocultan lo esencial.

La tan repetida trilogía de componentes del riesgo bursátil -tipo de interés, beneficios empresariales y confianza psico-político- social- va teniendo en 1985 una incidencia muy desigual. Los inversionistas medios, que durante el alza de 1983 y 1984 habían iniciado prudentemente una nueva aproximación al mercado de acciones, han vuelto a los pagarés. Y este retorno se produce cuando no son un obstáculo para la expansión del mercado de acciones, ni los tipos de interés ni la información empresarial disponible. ¿Por qué falla la confianza?La confianza es un ente inefable, es decir, que no se puede expresar con palabras; por ello hay que tratar de medirla con números. En bolsa, la confianza es la probabilidad de que se cumplan los objetivos de la inversión proyectada, de que las expectativas bursátiles se conviertan en plusvalías.

El ahorrador medio se detiene en el umbral de la renta fija y no cruza la frontera eficiente de la inversión en acciones porque, según los cálculos mentales que realiza, los eventuales dividendos y plusvalías que le produciría la inversión en capital-riesgo (en sentido amplio) son inferiores al 12% anual que le ofrece la colocación en pagarés, sin riesgo y liquidez, o al 13%, más la desgravación fiscal, en bonos y obligaciones. Al mercado de acciones le faltan expectativas favorables, condiciones propicias, convenciones positivas, previsiones más seguras, estados de opinión estimulantes, confianza, que mejoren aquellos intereses fijos. Hay un espacio en blanco, sin un espíritu de mercado o una psicología colectiva capaz de sensibilizarse a sus propias magnitudes financieras favorables, al precio del dinero como alternativa de inversión y a los resultados empresariales como método para la selección de valores.

La desconfianza sobre la función de la bolsa, es decir, sobre su aptitud para reconocer y manifestar mediante los precios de las acciones el crecimiento económico y financiero de las empresas, no la toma el ahorrador del propio mercado, que en este terreno es un mero receptor del contexto empresarial y social.

La impresión primaria quizá puede definirse diciendo que los estados de opinión dominantes los forman las empresas que pierden dinero, mientras que las que podrían influir positivamente callan por móviles laborales, fiscales, de seguridad, de estrategia político-social. Paradójicamente, se produce el fenómeno inverso a la imputación tradicional, según la cual la bolsa oculta los affaires. Ahora, por el contrario, lo que algunos piensan es que se sabe más lo malo que lo bueno.

A esta fisonomía del entorno político-social de la bolsa contribuye inevitablemente la difusión que de las noticias hacen los medios de comunicación, donde se ahogan en letra pequeña los datos favorables de las empresas y, en cambio, se anuncian con grandes titulares los fracasos.

De todo ello se deduce que el comportamiento abstencionista del ahorrador, como consecuencia del incremento del riesgo bursátil, está justificado. Si incorporarse al capital de una empresa, participando de sus beneficios y de sus pérdidas sin tomar parte en la gestión, ha sido siempre aleatorio, lo es mucho más cuando el momento es de crisis, la confianza empresarial baja y la información es insuficiente. En conclusión, si no se incrementa la capacidad de riesgo del inversionista, no acudirá al mercado de acciones.

La corriente mundial

Este trance en las relaciones empresa-bolsa y huida del ahorrador no es privativo de aquí; lo que sufrimos es una parte de un proceso general y, por consiguiente, no es necesario calentarse demasiado la cabeza para conocer el recorrido que hacen otros países a fin de impulsar las condiciones de inversión en capital-riesgo. Dos grupos de innovación se han impuesto en otras bolsas: reorganización territorial del sistema bursátil e institucionalización de los intermediarios especializados, con nuevos instrumentos.

De otro lado, las medidas netamente coyunturales no pueden seguir otro camino que el de las propias convenciones bursátiles. Para alcanzar la sede interna del ahorrador, donde radican sus cálculos, interrogantes y esperanzas, no hay otro camino que el que él mismo ofrece con su criteriología y fisonomía. Los estímulos están inventados, y uno de ellos es la extraordinaria sensibilización de los inversionistas bursátiles a las materias fiscales.

Es indudable, y en cierto modo desagradable, reconocer que la introducción de incentivos fiscales distorsiona el libre y auténtico ejercicio de las fuerzas del mercado, porque una inversión no es recomendable desde el punto de vista de los principios básicos -seguridad, rentabilidad, liquidez- porque los impuestos que la graven sean mayores o menores.

Aplicamos la misma desgravación fiscal a inversiones tan distintas en riesgo como la renta fija y la variable. ¿Qué se quiere premiar desgravando bonos y obligaciones, que tienen el interés más alto del mercado y un riesgo empresarial y bursátil casi pulo?

Otra de las respuestas sería suprimir todas las bonificaciones fiscales dentro y fuera de la bolsa; pero no ha sido ésta la ruta, ni en España ni fuera de aquí, porque, sin duda, tiene más peso la necesidad de una motivación y un impulso, aunque sea tributario, que el mantenimiento aséptico del mercado, que lo esteriliza. Parece imposible curar la desconfianza del inversionista actual sin la ayuda, sin la condecoración de la política fiscal para el ahorrador que sale de la confortabilidad de los intereses fijos y se embarca en dividendos y plusvalías eventuales. La exención de tributación de esas ganancias tan problemáticas -en cuyo riesgo no ha participado el Estado-, la simplificación liberatoria en la forma de declarar y comprobar las inversiones sin resentimientos atávicos del pasado y valorando sustancialmente el futuro empleo de los fondos, tan arriesgado.

Pero, además, una política fiscal alentadora del riesgo es un campo de cultivo -es una corriente mundial- con efectos cualitativos frente a una burocratización y desvitalización económicas. La bolsa, que además de órgano receptor también es emisor de estados de opinión, puede participar en este proceso enigmático, mágico y totémico de la génesis de la confianza.

es agente de Cambio y Bolsa.

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