Tribuna:

Montesquieu y España, hoy

Releer, comentar o utilizar los clásicos es siempre un buen ejercicio intelectual y a veces un sano revulsivo político. Si son realmente autores clásicos tienen siempre un fondo de actualidad en la medida en que han sido anunciadores o debeladores, sistematizadores o estimuladores de cambios. Ocurre también que nosotros los utilizamos como pretexto de la misma forma que ellos tomaron en su día la sociedad política, propia o ajena, de forma clara o críptica, como artilugio. Nada de esto es negativo.Así, en Montesquieu, un idealizado modelo inglés se transforma en un instrumento operativo para i...

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Releer, comentar o utilizar los clásicos es siempre un buen ejercicio intelectual y a veces un sano revulsivo político. Si son realmente autores clásicos tienen siempre un fondo de actualidad en la medida en que han sido anunciadores o debeladores, sistematizadores o estimuladores de cambios. Ocurre también que nosotros los utilizamos como pretexto de la misma forma que ellos tomaron en su día la sociedad política, propia o ajena, de forma clara o críptica, como artilugio. Nada de esto es negativo.Así, en Montesquieu, un idealizado modelo inglés se transforma en un instrumento operativo para introducir en Francia, y por extensión hegemónica en Europa y en la naciente América, uno de los principios básicos de nuestra organización política democrática: la idea de la separación de poderes; y al mismo tiempo un anti-modelo político, en este caso el sistema austracista español, sirve para decir lo que no debe ser y hacer un régimen polítíco ilustrado. Pretexto y realidad se confabularon, positivamente, para iniciar el largo y nunca acabado camino de la limitación del poder, es decir, no sólo sustituir el sistema de concentración de poderes (absolutismo) por el de colaboración de poderes (liberalismo), sino también de encontrar un equilibrio que aunase eficacia del Estado y libertad para los ciudadanos. O, en otros términos, comenzar la institucionalización del Estado de derecho.

Montesquieu es uno de los clásicos europeos más vinculados ideológicamente a España. En el fondo, su gran obra maestra, El espíritu de las leyes, procede lejanamente de su obra Consideraciones sobre las riquezas de España. De un anti-modelo, dialécticamente, deducirá un modelo positivo, que es en definitiva la base del Estado liberal. Los profesores Diez del Corral y Pedro de Vega tienen unos excelentes trabajos sobre Montesquieu, y en su día yo publiqué también un estudio sobre cómo veía nuestro autor la sociedad política española. Complementariamente, Montesquieu estará siempre presente en nuestros momentos constituyentes: como apoyo en etapas liberales o como rechazo en nuestras dictaduras. Y ahora, tal vez por azar o por necesidad, el señor de La Brède, perspicaz e irónico, aristócrata conservador y progresista ilustrado, vuelve a nuestra actualidad. Académicos y magistrados, políticos o sectores de los media, directa o indirectamente, relanzan de nuevo a Montesquieu y su mitificada teoría de la división de poderes: Alfonso Guerra y Sainz de Robles inciden sobre su vigencia o arcaísmo; la profesora María del Carmen Iglesias edita una obra, que será clásica, sobre su pensamiento, y entre los medios de comunicación la agencia OTR-Press transmite una encuesta endonde se estudia la valoración de la opinión pública sobre deseo / realidad de los poderes del Estado.

Yo me permitiría hacer dos puntualizaciones sobre el caso Montesquieu. La primera, señalar que nuestro clásico europeo -si los franceses nos toleran esta expresión- es ante todo un punto de partida, no un punto de llegada. Más aún, como decía Althusser, su idea, era volver a casa (al sistema conservador aristocrático de los cuerpos intermedios: nobleza, clero, parlamento), pero el hecho es que descubrió un camino y se hizo ya irreversible su descubrimiento. Marat y D'Alembert reconocerán incluso su influencia en la gran revolución. Montesquieu rechaza socarronamente el absolutismo, anuncia una necesaria división de poderes, aunque esté enclavado so-

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Montesquieu y España, hoy

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ciológica y psicológicamente por su condición de magistrado y de aristócrata, en el complejo mundo de las corporativas estructuras intermedias. Como buen liberal-conservador, con gran se ntido lúdico, es un personaje de transición, no de asentamiento. Punto de partida que permitirá llegar a los sistemas parlamentarios o presidencialistas -de colaboración o separación de poderes-. Y es en aquellos en donde el sistema de frenos y contrapesos producirá un equilibrio -y todo equilibrio es conflicto constante- de los poderes del Estado. En este sentido la actualidad de Montesquieu pasa por su desmitificación y por la necesaria adecuación a unas realidades muy diferentes a las del siglo XVIII. Que poder judicial y parlamento se limiten y planteen conflictos de competencias es sano en una democracia viva, como también que el parlamento vigile y controle al ejecutivo. En definitiva, se trata de limitarse mutuamente, y es en este marco de limitaciones al poder fraccionado en donde el ciudadano puede ser libre.

Otra observación se refiere a la vigencia popular, en nuestra situación democrática, de este esquema teórico de la división de poderes. El profesor Díez Nicolás, en una reciente encuesta, ofrece unos datos y aventura algunas conclusiones, que voy a reducir a tres. El primer dato dice que los consultados, utilizando una escala de 0 a 10, opinan que la banca -gran poder fáctico / intermedio- es el primer poder real, seguido del Gobierno, de las Cortes, de las fuerzas armadas, y sólo en sexto lugar, igualado con la Prensa, aparece el poder judicial. El segundo dato dice que, sin embargo, el poder, para los entrevistados, debería estar en el Gobierno, en el Parlamento y en el poder judicial. El tercer dato señala que el poder atribuido (real) y el poder deseable (teórico), se valoran de forma distinta según los votantes de derecha, centro o izquierda. Aunque, como hecho significativo de nuestra democracia consolidada, al menos teórica, hay unanimidad en considerar que los tres poderes clásicos -Gobierno, Parlamento, poder judicial- deberían tener más poder del que tienen.

Actualizar hoy a Montesquieu, en fin de cuentas, es modernizarlo. Reconocer al mismo tiempo la importancia que tiene la limitación del poder, la necesaria correlación conflictiva entre los distintos poderes y simultáneamente corregir los nuevos poderes corporativos -antes poderes intermediarios- que anulan o restringen la libertad del ciudadano. Conseguir una sociedad civil democrática y no corporativizada, en el marco de nuestro sistema constitucional.

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