Tribuna:

El aplauso a lo notorio

Mucho se viene hablando acerca de cuál es, o habrá de ser, el verdadero papel que España ha de jugar en la Comunidad Económica Europea, y en torno a este supuesto son no pocas las propuestas que se formulan y aun se imaginan: desde la de la ínsula Barataria, en la que España acabaría siendo el Valle del Silicio europeo, gracias, bien es cierto, a la ayuda japonesa, hasta la de la pragmática trascendental, con una España dedicada a producir toreros y Cármenes a escala industrial. Afortunadamente, las cosas tienden siempre a seguir sus cauces naturales y a escapar de peligrosos y aun enigmáticos...

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Mucho se viene hablando acerca de cuál es, o habrá de ser, el verdadero papel que España ha de jugar en la Comunidad Económica Europea, y en torno a este supuesto son no pocas las propuestas que se formulan y aun se imaginan: desde la de la ínsula Barataria, en la que España acabaría siendo el Valle del Silicio europeo, gracias, bien es cierto, a la ayuda japonesa, hasta la de la pragmática trascendental, con una España dedicada a producir toreros y Cármenes a escala industrial. Afortunadamente, las cosas tienden siempre a seguir sus cauces naturales y a escapar de peligrosos y aun enigmáticos promontorios. O mucho yerro, o los españoles hemos de encontrar fácilmente la vía de mínima resistencia de la europeización. En realidad, me parece que hace ya tiempo que la estamos encontrando. El slogan que se produce tras haber batido en la coctelera dialéctica las nociones de la unidad, lo universal y el destino se parece bastante, según síntomas, a una síntesis de folclore tradicional y agresividad ejecutiva, y bien se sabe que las síntesis llevadas con prudencia dan mucho juego. Hay numerosos ejemplos entre los filósofos contemporáneos de cómo una síntesis oportuna y a tiempo permite escapar no tan sólo de las contradicciones del materialismo dialéctico, sino incluso de sus más enojosas dependencias económicas, por medio de una cátedra en Berkeley o en Yale. ¿Debemos avergonzarnos de seguir tales ejemplos, aun cuando sea sustituyendo las lecciones magistrales por una clásica historia de enredo?Justamente unos días después de que en la televisión, con su conocida capacidad de adaptación a las circunstancias, se reestrenara una película tan ejemplar como aleccionadora en torno al tema del divorcio a la italiana, con sus amantes, sus homicidios, sus celos y sus honras averiadas, los españoles adictos a la Prensa del corazón se vieron sacudidos por emociones de muy semejante calibre y calidad. La puesta en escena fue verdaderamente impecable, y en ella nada hubo de faltar; la puesta en escena se adornó con toreros, amantes futbolistas (adviértase el puntual detalle de la contraposición entre pasiones antiguas y modernas), payos y calés, asaltos a puñal de punta y doble filo, conspiraciones variadas, guardias civiles, penales andaluces, jueces dicharacheros, libertades bajo fianza, esposas infieles y temperamentales, madres entre senequistas y lorquianas y atronadoras ovaciones en la Maestranza de Sevilla. Los italianos no cuentan ni por asomo -¡qué más quisieran!con semejante gama de posibilidades teóricas, por mucho que sitúen el escenario de los desengaños conyugales en la pasional y reseca y literaria isla de Sicilia. Pero la historia de los devaneos y las heridas en la honra no tendría mayor significación que la estrictamente libresca si no se hubiera añadido además un ingrediente necesario para provocar y precipitar la síntesis europeizante: el de la reacción popular.

Según se ha hecho público y proclamado a los 36 vientos de la rosa, el alma del pueblo se volcó en solidaridad con el marido engañado y presunto instigador de las venganzas. A un primer repaso, tal reacción no es sino la previsible de acuerdo con cánones que se remontan, como poco y jugando a la baja, al concilio de Trento y la guerra de Carlos V con los protestantes, con lo que, en realidad de verdad, habríamos de seguir optando por la España negra como desván, a lo sumo, del edificio europeo. Pero me da la impresión de que las cosas no son tan sencillas como parecen y que, junto a las evidentes ráfagas de simpatía hacia la cau

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sa del honor marchito, aparecen también signos de más radical modernidad.

España ya ha dado, uno tras otro, casi todos los pasos que van llevándola hacia un tipo de sociedad no sé muy bien si mejor o peor que la retratada por Calderón y Lope, pero sí, sin duda, muy diferente. Es obvio que situaciones como la persecución del amante a punta de navaja cabritera (y nunca mejor dicho) y con intención de trincharlo pertenecen a las coordenadas de los Siglos de Oro, pero también lo es que deben tenerse en cuenta los detalles. La televisión puede cambiar no poco el sentido de los diversos lances de una corrida de toros y, desde luego, las causas barrocas ni son lo mismo ni funcionan de igual manera si para alancear al competidor de catre y usurpador de la honra se utilizan los servicios de una agencia de detectives. Pienso que en esta mezcla de Raymond Chandler y esperpento goyesco, valleinclanesco o solanesco, nada de lo que viene de antes permanece igual y muy poco de lo novedoso es miméticamente asimilado. Las síntesis rara vez consiguen hacer verdadera justicia a lo sintetizado.

Para mí tengo que hemos llegado a un momento sociológicamente interpretable a través de claves como la de la identificación con el héroe, con cualquier héroe, que los héroes actuales son, en primer lugar, aquellos hombres que logran escapar del anonimato. Tanto el hecho de disparar en el metro neoyorquino contra cinco mozos que se acercan con intenciones dudosas como el de perseguir con técnicas depuradas y delegadas al futbolista que desencadena la infidelidad. de la esposa cuentan con características compartidas respecto a la notoriedad y aviso público de los protagonistas. En el caso español, la fama es previa, y el refuerzo, inevitable. Pero quizá no tanto como para esconder el ansia terrible en la que los españoles también nos hemos metido: la de la huida del Ministerio de Hacienda como único signo de la personalidad. Aplaudir lo notorio se convierte en una clave automática de tufo europeizante, pero aplaudir argumentos calderonianos no está aún al alcance de los europeos. Al fin hemos encontrado nuestra razón de ser.

Copyright Camilo José Cela.

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