Entrevista:Las nuevas españolas

Ángela Bravo

Yo tenía cuarenta de fiebre y ella llegó a media tarde, con capita de gabardina, siendo así que no llovía, o yo no me había enterado de que llovía. Se quitó la capita y traía el sencillo suéter de pico, con el piquito sobre el nacimiento de los senos. Se sentó donde le dije y primero no me pidió nada y luego me pidió whisky. Yo tenía cuarenta de fiebre y un globo de optalidón, cocacolas y gripe. Ella había traído capita de gabardina (me parece que ya lo he dicho), siendo así que en la calle no llovía, o yo no me había enterado de que llovía, lo que viene a ser lo mismo. Lentamente, mi sueño y ...

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Yo tenía cuarenta de fiebre y ella llegó a media tarde, con capita de gabardina, siendo así que no llovía, o yo no me había enterado de que llovía. Se quitó la capita y traía el sencillo suéter de pico, con el piquito sobre el nacimiento de los senos. Se sentó donde le dije y primero no me pidió nada y luego me pidió whisky. Yo tenía cuarenta de fiebre y un globo de optalidón, cocacolas y gripe. Ella había traído capita de gabardina (me parece que ya lo he dicho), siendo así que en la calle no llovía, o yo no me había enterado de que llovía, lo que viene a ser lo mismo. Lentamente, mi sueño y mi divagación se fueron concretando en una gran melena negra, que era más melena por negra, o a la inversa. En unos ojos con mucho lujo de rimmel, como lo llamaban mis tías, por sobre el rimmel natural que tienen algunas mujeres -Ángela Bravo- en tomo de los ojos, como también algunas gatas, un suponer la mía, Ada o el ardor, que en ese momento paseaba su enigma nabokoviano por sobre vidrios que contenían la tarde, por entre platas que contenían un oro, camino de mi visitante.-Cuéntame una historia triste, Ángela.

Y así empezó todo, como se dice en las novelas, cuando todo está ya más que empezado. Uno nunca será novelista por no saber escribir a tiempo "y así empezó todo". La bella muchacha se había dado unas llamas de maquillaje en las mejillas y había dibujado sus labios con rouge, que no estoy seguro de que sea lo mismo que rojo: de idioma a idioma no hay sinónimos, ni siquiera dentro del mismo idioma. La bella, Ángela Bravo, tenía los dientes blancos, regulares y menudos, como las coquetas que viven dentro de un soneto de Lope.

-Yo nací en Valladolid por casualidad. Yo he vivido siempre aquí, en Madrid, a la sombra del Viaducto, que no sé si es una amenaza o un honor previo. Yo tengo 24 años y mis padres tienen 70. Mi hermano y mi hermana me llevan veinte años, de modo que siempre me sentí, de niña, como un poco aislada, no muy querida, casi intrusa. Ahora, mis padres son muy comprensivos y cariñosos conmigo, quizá para remediar aquello. Mi padre era militar, pero lo dejó hace muchos años.

(Parece una novela corta de Cansinos-Assens, o de Zamacois, con perdón. Una niña perdida, no querida, por el túnel inmenso, de cemento ominoso, del Viaducto.)

-Yo nací una generación más tarde, a mí me falta una generación de por medio.

-Octavio Paz dice que los Estados Unidos y Argentina son naciones sin raíces porque exterminaron a los nativos, a los indios, y que esa es su falla histórica. Que son países fundados sobre un genocidio. A lo mejor, Ángela, tú eres como los Estados Unidos y la Argentina.

Yo tenía o tengo, ya digo, un globo de fiebre, optalidones, cocacolas y cosas. Y fue cuando Ángela Bravo me pidió fuego para el winston, y yo no tenía fuego para el winston, pero le acerqué un cenicero. "Bueno, espera, voy a ver si encuentro cerillas en la cocina". Le encendí el cigarrillo y Ángela ya estuvo toda la tarde/noche fumando Winston. Yo temía que se me perdiese la niña perdida, de padres viejos, por los viaductos de la memoria. Era casi un relato corto, y a uno le gustan los relatos cortos, incluso aunque no sean imprescindiblemente de Borges.

-Para mayor distanciamiento, yo no me parezco nada a ellos, aunque sí, un poco, quizá, he heredado del carácter fuerte de mi madre. Pero ya te digo que ahora son muy buenos conmigo y me han ayudado mucho.

Y es cuando me pide otro whisky, o el primero, y lo quiere con hielo, y vuelvo a la cocina, a por hielo, pero yo apenas sé obtener un cubito de ese crucigrama frígido, y entonces se lo llevo a ella, que tampoco sabe, "yo en casa es que no hago nada", lo cual que tiene unas manos muy bellas, según recuerdo de otros encuentros nuestros, siempre fumadora, por estrenos, noches, tardes, oliveres, sitios, cosas, coches, fiestas. "Bueno, pues lo tomo con agua, dos deditos de agua". Y le traigo el agua y nos quedamos silenciosos ante el hielo hermético y férreo, yo con mi globo aspirínico/catarral, literario/cafeínico, y ella con el vaso y el cigarrillo en una misma mano, mientras deja la otra sobre la falda. Me parece que ese hielo ha congelado el cuento de la niña del Viaducto, que iba muy bien.

-Estuve en el colegio de las carmelitas, que eran unas monjas muy modernas que nos llevaban a ver playas nudistas. Toda mi infancia ha sido el mundo de San Francisco el Grande y por ahí. Luego hice COU, Derecho y Arte Dramático. Ah, y publicidad, mucha publicidad. De los anuncios también se aprende. Y ballet y danza española.

-Dime un anuncio tuyo.

-El de Schweppes.

(También hizo fotonovelas, pero me lo niega.)

-Pero vamos a ver, Ángela. Tú eras una niña solitaria y sin raíces, con los padres viejos y los hermanos remotos. Tú eras una niña a quien le faltaba una generación de por medio. Tú eras una niña perdida en el Viaducto, hace quince o veinte años. Tú tenías un trauma. ¿Se cura el trauma anunciando Schweppes?

-Yo es que no tenía ningún trauma y, además, me parece que trabajar siempre es bueno, para los traumas y para todo. Yo lo que quiero y necesito es trabajar.

-Tú fuiste una niña negada por la vida o por la familia, y por eso ahora necesitas tanto afirmarte trabajando, siendo más tú, subrayándote, triunfando.

El whisky, el agua, el hielo, las cerillas, me parece que Ángela no me ha pedido más cosas. Jung, el maestro Jung, que está en mi globo tan naturalmente como en mis lecturas, apelmaza el tabaco en la cazoleta de su pipa, como pasa siempre en las buenas novelas europeas, y en las malas, y se inclina un poco hacia adelante, en su sillón, para decirle a Ángela:

-Todos nos experimentamos interiormente como acontecimiento, señorita. Lo que usted necesita es expresar/expulsar todo ese acontecimiento interior que nos ha narrado, convertirlo en acontecimiento exterior, general, compartido, para liberarse, para realizarse, y perdone esta última palabra, que parece más de un tal López Ibor que mía.

Jung, el maestro Jung, Herr Jung tiene dos abultadas alas de pelo blanco en la cabeza y tiene su eterno perfil de pájaro.

-¿Y este señor? -me dice Angela, muy madrileña, con lo cual consigue que el señor no vuelva a intervenir.

Pero hemos saltado de Zamacois a Jung. No todos los días consigue uno estos saltos en lo que escribe. Repaso una vez más las cosas que me ha pedido Ángela, con esa obsesión del orden que es la más peligrosa de las obsesiones, la que se emparenta ya con la locura. El hielo no se derrite ni siquiera fuera del frigorífico. Debe de ser un hielo de mármol, como los terrones de azúcar de Marcel Duchamp. Bueno, pues ya tenemos otro contertulio. No hay como ponerse malo para que empiece a venir a casa muy buena gente. Y el morirse debe de ser ya como una gala de otoño/invierno.

-Y luego lo de siempre. (Angela sigue con lo suyo.) Papelitos aquí y allá, cine, teatro, televisión, radio, revistas. Hace poco me propusieron un vodevil en el Fuencarral, con Osinaga, pero era una sustitución y tenía que aprenderme el papel en muy poco tiempo. Además, me asomé al Fuencarral vacío, que es inmenso, desde el escenano, y comprendí que yo jamás podría llenarlo con mi voz. Desistí.

Si Herr Jung no hubiera decidido consumirse con su pipa, podría ahora explicarle a Ángela que el Fuencarral ha vuelto a ser para ella el Viaducto de la infancia, la oquedad en que se perdía, y que lo que ha sentido no es un miedo profesional, sino un tirón más profundo, hacia atrás, porque los traumas se niegan a salir, como a veces se diría que el niño se niega a ser alumbrado. Ángela Bravo, a quien uno ha tratado levemente en los cócteles, es una mujer que va de experiencia mágica en experiencia mágica, como Rilke decía ir "de existencia en existencia", aunque lo que iba era de castillo en palacio. El vacío de nacer a los veinte años de sus hermanos, el vacío/bóveda del Viaducto, el vacío del teatro Fuencarral, que la aterrorizó.

-Ahora me parece que voy a hacer una cosa en televisión con Giménez Rico. Un director que cree mucho en mí es Miguel Picazo.

-Ángela, tú eres morena.

-Sí, muy morena. Otra diferencia respecto de mi familia. Todos son muy blancos.

Otro vacío, otro espacio mágico en su vida, el que hay entre lo claro y lo oscuro. La chica del Schweppes comienza a resultar vertiginosa, querido Jung.

-¿Y siente una misma eso de ser tan morena?

-Sí, claro, yo en cuanto me da un poco de sol me pongo negrísima y...

-No digo eso. Qué chorrada. Yo digo por dentro, íntimamente.

-Sí, claro. Yo me siento morena, me vivo morena, me sé morena. Querría hacer algo muy dramático, muy fuerte, muy crudo.

-¿Algo muy moreno?

-Eso. Muy moreno. Reacciono siempre en morena, por ejemplo con los novios, ninguno me soporta.

El viejo narcisismo femenino de las cómicas. Pero no vamos a reflexionar ahora sobre ese tópico, con el globo común que ya tenemos, un verdadero colocón de palabras, alcoholes y farmacopeas fantásticas. Ángela Bravo es morena, muy morena, una morena fina y sencilla, tras su primer golpe de estrella. "Lo que ya no soporto son los cócteles, las fiestas, los estrenos, ni salir desnuda en las revistas ni nada de eso. Lo que quiero es mi trabajo". Ángela Bravo, de un moreno madrileño, 24 años, ojos donde la luz negra es casi violencia. Y una firme voluntad de ser/estar. Ángela Bravo, unos whiskies enlagunados y nada más. Ángela Bravo, un sues que aún no ha perdido las burbujas.

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