Tribuna:

Hacia el centenario de Ezra Pound

Caminando hacia los primeros días de 1985 -hacia el centenario del nacimiento de Ezra Pound- se entreabren viejas heridas y van madurando los homenajes de reconocimiento al autor de los Cantos pisanos, se reaviva la atención hacia el que Elliot llamó il miglior fabbro del verso en el siglo XX. Las heridas siempre abiertas de la polémica escuecen cada vez que se recuerda al Pound de las alocadas peroratas por Radio Roma, en los años de la II Guerra Mundial; intervenciones tan inconcebibles que algunos no dudaron en sospechar en ellas mensajes cifrados para las fuerzas aliadas.Un g...

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Caminando hacia los primeros días de 1985 -hacia el centenario del nacimiento de Ezra Pound- se entreabren viejas heridas y van madurando los homenajes de reconocimiento al autor de los Cantos pisanos, se reaviva la atención hacia el que Elliot llamó il miglior fabbro del verso en el siglo XX. Las heridas siempre abiertas de la polémica escuecen cada vez que se recuerda al Pound de las alocadas peroratas por Radio Roma, en los años de la II Guerra Mundial; intervenciones tan inconcebibles que algunos no dudaron en sospechar en ellas mensajes cifrados para las fuerzas aliadas.Un grupo de escritores españoles ha tomado la iniciativa de adelantarse a la conmemoración de un centenario, que tendrá, sin duda, amplia resonancia. A comienzos del próximo año se celebrará en Venecia un homenaje que tendrá por fin recordar -ante todo- la dimensión de uno de los mayores poetas de nuestro siglo, de un autor de una poética rigurosa y llena de aventuras, en la que se mezclan abismalmente la tradición con la vanguardia. Para algunos, también convendría desmitificar a aquel Pound de las emisiones radiofónicas de los años cuarenta, o situarlo en su justa medida. Un Pound charlatán y apasionado que arremetió contra el capitalismo desaforado en panfletos como Oro e lavoro y contra la usura, que él veía simbolizada en su propio país.

Ésta fue para muchos la razón de fondo de su exarcebado comportamiento. Como ha señalado Ernesto Cardenal en el prólogo a sus traducciones, todas las adhesiones y obsesiones del Pound de entonces estaban dentro del "campo de la teoría económica". Pound no sabía o no quería saber qué tiempos corrían por Europa. Y bien caro pagó su encendido verbalismo: 12 años de encierro en un sanatorio psiquiátrico de los alrededores de Washington, algunos de ellos bajo las más duras condiciones carcelarias.

El diagnóstico de su mal -unos especialistas lo tomaron por totalmente cuerdo; otros, por demente y absolutamente incapacitado para ser procesado- no fue otro al final que el de paranoia. ¿Se trataba de una excusa de médicos y de amigos para salvarle de la pena de muerte? ¿Su mal era el resultado de las semanas que pasó encerrado en una jaula de acero en el Centro Disciplinario de Pisa, tras las que perdió la memoria? ¿Era el diagnóstico que se le podía aplicar a cualquier artista genial, a una persona que, estando fuera del tiempo y contra el tiempo, sólo es fiel a su alucinado mundo interior, mundo que siempre disuena, que no armoniza con el del resto de los humanos?

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Doce años de encierro. Y otros 12 años han transcurrido ya desde su muerte, en Venecia, el día de Todos los Santos de 1972. No sé si a estas alturas Italia estará algo más preparada para reconocer la aristada y rica personalidad creadora de Pound. Digo esto porque él regresó en 1958 a este país, que amaba como a ningún otro, para guardar un hermético silencio. Pero, ¿no se trataba, en realidad, de un silencio contra todo y contra todos? "Tiempo de hablar, tiempo de callar", les dijo a los periodistas que le acosaron a preguntas al pisar suelo italiano. No todos supieron comprender este silencio. Luego pronunció aquella otra frase, aún más lapidaria, con la que se cerraba doblemente a la sociedad, que no a la vida: "No sé si yo me despertaré".

Al pensar en las reacciones que su muerte produjo, siempre recuerdo la emisión que le dedicó la televisión italiana al "loco solitario" de Venecia; un largo programa lleno de dobles sentidos: aplausos y reticencias, reconocimiento del genio incuestionable y reparos insuperables. Toda esta actitud de doblez se sintetizaba en una frase del escritor Edoardo Sanguineti -hombre de vanguardia y poundiano por excelencia-, que intervino con frecuencia en aquella emisión: "Sí al Pound poeta; no al Pound político". Y así siguen hoy las cosas para muchos. Un muro infranqueable se alza entre el escritor genial y el panfletario demagogo político. Pero ¿fue Pound en algún momento un político, un hombre de ideología?

Habrá, pues, que tener una visión global, en profundidad, del personaje. El extraordinario libro de Noel Stock, The life of Ezra Pound, tan lleno de testimonios objetivos, apunta en este sentido. En cualquier caso, para esta valoración objetiva, nada mejor que comprender ese silencio que Pound guardó cuando regresó de la sociedad de los humanos y abandonó el recinto de los enfermos. Por todo lo dicho hasta ahora vuelvo a recordar las circunstancias de mi encuentro con Ezra Pound, en mayo de 1971. Recuerdo otra vez que en Venecia pocos hablaban de él y que en la misma universidad de Ca'Fóscari sólo un alumno logró darme una pista para llegar hasta su casa; una pista acompañada de la habitual prevención: "Pound no habla jamás".

Así estaban, en efecto, las cosas. Pocos días antes la televisión intentó tejer un montaje en torno al poeta, que él mismo se encargó de desbaratar rápidamente. Quienes le trataban brevemente sólo lograban componer -como yo he hecho- un retrato con las mínimas impresiones recibidas; un retrato, eso sí, siempre muy vivo, que insistía en la magnética personalidad del escritor. También días antes Eugenio Montale me había dicho en su casa de Milán: "Pound es un hombre de gran talento, pero

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un poco loco. Es difícil saber lo que ha pretendido en su vida. Está fuera del mundo". Era la opinión de muchos; una opinión entre el respeto y la agresividad contenida, aunque en su día el propio Montale había saludado el regreso de Pound a Italia con un simpático artículo titulado Uncle Ez.

Había algo de juego y algo de aventura en quien deseaba entrevistarse con Pound. Y entre el juego y la aventura se desarrollaron mis pesquisas en colaboración con Jesús Moreno, lector, por aquellos días, de español en la universidad de Padua: pistas musicales y arquitectónicas, cartas metidas por debajo de la puerta, miradas de unos ojos fijos entre las rendijas de una persona, negativas, silencios. Y, al Final, la sonrisa y la dulzura de Olga Rudge, la violinista recuperadora de Vivaldi, la compañera de Pound. Y luego, la figura inolvidable de éste, su cuerpo alto, tieso, nervudo; los ojos azulísimos y puros bajo el ala del sombrero negro. Ojos de águilas. Y la mano huesuda y firme que salió, generosa y cálida, del traje también negro.

No hubo el silencio impenetrable, hermético, sino unas pocas palabras de afecto, algunas de ellas en castellano. ¿Restos de su subsconsciente, en el que aún perduraban los recuerdos de sus caminatas por las tierras del Cid? Lo significativo de aquel encuentro fue lo que ya sabíamos: la atmósfera magnética que había en la figura de Pound; una atmósfera imantada. Lentamente, con los ruegos de Olga, íbamos extrayendo del lúcido -nunca demente- mutismo de Pound pequeños tesoros: unas palabras, una sonrisa de reojo, la dedicatoria de un libro.

Regresamos tan conmocionados por aquel encuentro de medias miradas, de gestos leves, de músicas, de frases cortadas que nos pusimos desesperadamente a encontrar papel y pluma por las calles de Venecia con las que recoger nuestras impresiones. Poco después, sentados en las escalinatas de la Accademia, emprendimos la tarea de apresar lo fugitivo, de recoger con palabras -con el crepúsculo veneciano sobre las cúpulas de la ciudad- lo que la palabra nunca puede alcanzar; aquella atmósfera imantada que sólo una personalidad firme transmite, la poesía de buenos quilates, que siempre es rara y esquiva.

Ya he dicho en alguna otra ocasión que me hubiera gustado extraer de aquel encuentro un sinfín de noticias, información -por ejemplo- sobre aquel Pound que vino a España en su juventud para estudiar a Lope de Vega y para contemplar a Velázquez en el Museo del Prado. También me hubiera gustado saber de aquel otro Pound, muy quartier latin, que se fue andando a Italia, que tradujo a Mencio y a Cavalcanti; aquel que, al corregirlo, le redujo a Elliot a la mitad el manuscrito de La tierra baldía; aquel Pound al que le debemos la publicación del Ulises, de James Joyce, y que había sido secretario de Yeats. También hubiera querido preguntarle por el origen de aquella tristeza que días antes había mostrado en el entierro de Igor Stravinski.

Pero, como hemos dicho, Pound había sido fiel a su promesa de silencio total. Por eso hay que seguir indagando en los significados de esa postura lúcida y sabida, nada indicativa de una mente demencial. Para los detalles, para las claves literarias de su obra, ya poseemos la bibliografía sobre su obra y en torno a su otra, que supera en un volumen las 400 páginas. Yo he pensado muchas veces en ese silencio. Y también en algunos de sus versos, de esas palabras grabadas que yo extraigo ahora de entre las de los grandes desaparecidos de entonces -Neruda, Asturias, Montale-, las palabras de Ezra Pound recitando su poema A Venecia: "Oh, dios de las aguas; oh, dios de la noche, / ¿qué gran dolor viene hacia nosotros / para que tú nos recompenses así, antes de tiempo?"

Esta recompensa no era otra que la de contemplar la belleza absoluta de una ciudad, y el dolor era el del fin, el del límite. El dolor, acaso, de su muerte inminente. Aquella muerte que ya perseguía, por los canales de la Giudecca, sus ojos azules de águila.

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