Editorial:

El 'dinero negro' de la justicia

EL REPORTAJE publicado en EL PAIS el pasado 21 de octubre sobre los cohechos, las corruptelas y las irregularidades en las oficinas judiciales no ha tenido respuesta alguna, confirmatoria o denegatoria, de los órganos encargados de velar por la limpieza de la Administración de la justicia. Mientras prosigue la campaña en torno a las lesiones que el proyecto de ley orgánica del Poder Judicial pudiera producir en los intereses corporativos de la magistratura, asombra la escasa atención prestada por los órganos de gobierno de los jueces a unas prácticas ¡legales o abusivas que suscitan en los ciu...

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EL REPORTAJE publicado en EL PAIS el pasado 21 de octubre sobre los cohechos, las corruptelas y las irregularidades en las oficinas judiciales no ha tenido respuesta alguna, confirmatoria o denegatoria, de los órganos encargados de velar por la limpieza de la Administración de la justicia. Mientras prosigue la campaña en torno a las lesiones que el proyecto de ley orgánica del Poder Judicial pudiera producir en los intereses corporativos de la magistratura, asombra la escasa atención prestada por los órganos de gobierno de los jueces a unas prácticas ¡legales o abusivas que suscitan en los ciudadanos sensaciones de desconfianza y desamparo. Al margen de la famosa astilla, delito de cohecho que implica tanto a quien recibe el dinero como a quien lo entrega, otras corruptelas de menor calibre -la irregular percepción de tasas judiciales, el cobro de dietas múltiples no justificables, la utilización de terceros para realizar el trabajo de los funcionarios judiciales, el ingreso de las cantidades consignadas en el juzgado en cuentas bancarias privadas que devengan sustanciosos intereses, etcétera- podrían y deberían ser combatidas con eficacia y severidad por los órganos de gobierno del poder judicial. Resulta lamentable que el Consejo General del Poder Judicial haya mostrado hasta ahora tan escasa diligencia para investigar las generalizadas sospechas de que esas mismas leyes cuyo cumplimiento se exige a los ciudadanos pudieran ser conculcadas en las oficinas de algunos juzgados. Buena parte de las críticas dirigidas por el órgano de gobierno de la magistratura contra el proyecto de ley orgánica del Poder Judicial descansan sobre el supuesto de que la nueva norma mermaría sus atribuciones y vaciaría de contenido sus funciones. Pero cuan do se recuerdan las importantes y urgentes tareas que el Consejo General del Poder Judicial tiene pendientes de cumplimiento, entre otras, la persecución de la corrupción en las oficinas de los juzgados, ese incoado conflicto de competencias parece una tormenta corporativista dentro de un vaso de agua. Para los ciudadanos, sin embargo, ocupan un lugar principal y prioritario los defectos carencias, la tardanzas, las corruptelas, las indefensiones y las irregularidades en la administración diaria de la justicia. En este terreno, desgraciadamente, el Consejo General de¡ Poder Judicial no ha demostrado, a lo largo de sus cuatro años largos de funcionamiento, el deseable desvelo, pese a que la ley de 10 de enero de 1980 le concede las facultades disciplinarias e inspectoras precisas para emprender esa labor.

Para que sus reivindicaciones en otros terrenos gocen de credibilidad, merezcan el apoyo de la sociedad y pierdan sus sospechosas connotaciones corporativistas, el Consejo General del Poder Judicial debe cuidar de que la recta aplicación de las leyes no encuentre obstáculos dentro del propio aparato judicial. El órgano de gobierno de la magistratura tiene un ancho campo de actuación para la inspección y la corrección disciplinaria de los rniembros de la carrera judicial que mostrasen eventualmente negligencia o tolerancia hacia la corruptela en las oficinas judiciales. De poco serviría, sin embargo, esa labor supervisora si las denuncias recibidas fueran interpretadas como acusaciones estrictamente personales y no se abordasen las situaciones colectivas y generalizaclas de las que existen sobradas noticias. Corresponde también al Consejo General dinamizar la actividad de las salas de gobierno de las audiencias, territoriales y de las juntas de jueces, instrumentos decisivos para la racionalización de la administración de justicia.

Independientemente de la obligación del poder judicial de acabar con esas lacras, corresponde también al Gobierno, responsable del buen funcionamiento de la Administración, asegurar esa correcta prestación de la justicia, que, según la Constitución, "emana del pueblo". En estos temas el Ministerio de Justicia es algo más que un espectador privilegiado y tiene una responsabilidad política de la que no puede sustraerse.

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Una solución radical a esta situación sería la total gratuidad de la justicia, hasta ahora reconocida por la Constitución sólo a quienes acrediten insuficiencia de recursos para litigar. Pero, sin llegar a tan drástica medida, resulta ya posible y es del todo punto indispensable que las costas judiciales sean claramente distinguidas de los gastos judiciales, tanto conceptualmente como en la práctica. La Administración de justicia, aun sin ser gratuita, no debería facturar gastos pormenorizados a las partes, como si se tratase de una empresa privada de servicios enfrentada con sus clientes. Ahora bien, las resistencias de los funcionarios judiciales a poner en vigor la reciente reforma de la ley de Enjuiciamiento Civil, que suprime los pretextos para las llamadas indemnizaciónes por salidas al permitir las citaciones por télex, telégrafo o teléfono, muestra hasta qué punto son insuficientes la normas para acabar con esa visión tan pintoresca de la justicia.

Por lo demás, resulta imprescindible que abogados y procuradores colaboren con jueces y magistrados para poner fin a ese vergonzoso delito de cohecho denominado astilla. Los colegios profesionales tienen el deber de aplicar normas deontológicas que promuevan, llegado el caso, la denuncia ante el juzgado de guardia de quienes ofrecen el soborno. De otra parte, los progresos del príncipio de oralidad, establecido como criterio procesal orientador por el artículo 120 de la Constitución, y el control por los jueces de la ejecución de sus decisiones pueden ayudar considerablemente a reducir los límites de ese terreno abonado a este tipo de prácticas. En el terreno de las corruptelas, que rozan muchas veces el Código Penal, la reciente nueva reglamentación de las dietas de los funcionarios de¡ Estado hace totalmente imposible que algún caradura pudiera atreverse a seguir interpretando la abusiva percepción de las salidas a diligencias dentro del mismo término municipal y de los gastos de locomoción como algo diferente al fraude de ley o a la desvergüenza moral. La supresión de los reintegros y suplidos, otra práctica defraudatoria amparada formalmente por la existencia de tasas judiciales, se halla igualmente al alcance de los titulares de los juzgados. En cualquier caso, si la reforma de la Administración de la justicia no comenzara en los modestos pero decisivos niveles de la persecución de los cohechos y las corruptelas por el Consejo General del Poder Judicial, por los colegios profesionales de abogados y procuradores y por el propio Gobierno, la brecha entre la sociedad y los tribunales seguirá aumentando y crecerá la desconfianza de los ciudadanos en las instituciones encargadas de impartir la justicia.

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