Tribuna:

Contra la utopía

Comparto con bastante gente una creciente sensación de fastidio personal y de vergüenza ajena ante el uso y abuso de la propuesta utópica. Hace unos años, en los albores de la transición, cundió el uso y abuso de la anarquía como chuchería del espíritu, y se confesaban anarquistas hasta los directores generales de Seguridad, sin descuidar al mismísimo don Manuel Fraga Iribarne, también él anarquista, pero dentro de un orden. A aquella proliferación de anarquistas in pectore le ha sucedido la de los utopistas. Hay que creer en la utopía es ya una frase hecha que igual puede pronun...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Comparto con bastante gente una creciente sensación de fastidio personal y de vergüenza ajena ante el uso y abuso de la propuesta utópica. Hace unos años, en los albores de la transición, cundió el uso y abuso de la anarquía como chuchería del espíritu, y se confesaban anarquistas hasta los directores generales de Seguridad, sin descuidar al mismísimo don Manuel Fraga Iribarne, también él anarquista, pero dentro de un orden. A aquella proliferación de anarquistas in pectore le ha sucedido la de los utopistas. Hay que creer en la utopía es ya una frase hecha que igual puede pronunciar el señor Solchaga en el momento de empezar la liquidación de obreros de Sagunto, o don Enrique Tierno Galván en el instante de repoblar el Manzanares de sirenas, o el señor Cuevas cuando centra su proyecto utópico en el despido libre.La reivindicación de la utopía se ha convertido casi siempre en una huida hacia adelante, cuando no en un mero latiguillo retórico para entierros y bautizos democráticos.

Una cosa es rechazar ese uso viscoso y pervertido de la utopía y otra favorecer una peligrosísima tendencia progresivamente dominante en el espíritu de nuestra inteligencia: la instalación en el mero cálculo de lo posible. Normalmente, esa conciencia pragmática ejerce a partir del principio del mal menor, que es en sí mismo un bien mayor absoluto dentro de su circunstancia. Algo cansada por el fracaso de mal programados combates y por la edad, no hay que olvidar este factor, la inteligencia instalada o se refugia en el pragmatismo y su apostolado o se va por los cerros de la utopía, patéticamente disfrazada de rockeros que todo lo aprendieron en los libros. La sociedad filistea tiene infinitas reservas de compresión tanto para los pragmáticos como para los profetas utópicos. Sólo exige que unos y otros vayan desarmados.

Por descontado que los profetas utópicos están desarmados o acaso sólo emplean la palabra poética, herméticamente desencantada, para insinuar la caricia de la agresión sobre la curtida piel de los cortadores de las cabezas de Danton y Robespierre, de Azaña y de Franco (es un decir). Pero más patético es el caso del pragmático desarmado, del converso al sentido común de la Historia, que carece de instrumentos de poder social para imponer el sentido común a la Historia. En parte, los gobiernos socialistas son evidencias mismas de pragmáticos desarmados que se meten en la boca del lobo del Estado y lo más que consiguen, si el Estado está harto, es limarle

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Pasa a la página 12

Contra la utopía

Viene de la página 11

los colmillos, a cambio de que el señor Mitterrand lime los suyos. Pero si el Estado tiene hambre, cierra la boca, y los socialistas se quedan gobernando dentro de su propia tumba. En vano los socialistas y sus críticos esgrimirán el aval del respaldo electoral, el arma del respaldo electoral, para que el pragmatismo se convierta en una energía histórica de cambio. Los votos suministran fuerza moral y fuerza ritual, pero poca cosa más si no permanecen latentes, activos entre elección y elección, vigilantes, fiscalizadores, auténticos guardaespaldas del pragmático que se metió en las fauces de un Estado no hecho a su medida.

El pragmático desarmado tiende a engañarse a sí mismo como paso previo a tratar de engañar a los demás. Hay que reconocerle una recta intención queno excluye una elíptica equivocación. Acepta lo evidente, acepta el dictado de la realidad, que no hay más cera que la que arde, que una cosa es la realidad y otra los deseos, y termina adaptándose a la función de conservador del sistema mientras trata de disfrazar la impotencia de sagacidad. Con el tiempo, sus intereses materiales y emociona]es fraguan una teoría que da el visto bueno a una práctica, y el pragmático desarmado va a parar al museo de la alienación como una de las especies más curiosas. En vano el pragmático tratará de ratificarse en forcejeo desigual con los utópicos. Los utópicos no tienen influencia social suficiente para ser enemigos, los enemigos son otros, siguen siendo otros. Pero el pragmático, acomplejado de serlo, tiende a inventar enemigos débiles, y los utópicos son propicia carne de antagonismo. Con el tiempo, el pragmático desarmado llega incluso a desconocer a sus enemigos históricos reales.

Se están empezando a sentir entre nosotros los efectos negativos de la constitución de tina clase política, de una elite del poder que tiende a la unificación pragmática y al desprecio de aquellos elementos históricos incordiantes. La izquierda pragmática primó el reforzamiento de constitucional porque, sin duda, era urgencia necesaria en la transición fundamentar la institucionalidad democrática, pero, en su horror al incordio incontrolable de la presión social, fue desarmándose de instrumentos de articulación de la crítica social y de la presión de la sociedad civil frente al Estado para mantener conquistas viejas y exigir nuevos objetivos. Es decir, incluso en el más estereotipado juego reformista ejercido desde el más clarificador de los pragmatismos, el arma de la presión social es indispensable para la materialización de una política realista. Desde el más despiadado despotismo ilustrado, la clase política de la izquierda española ha ido menospreciando, devaluando y aparcando herramientas de combate sin las cuales no se puede ni pactar con el capitalismo. Y ese desprecio progresivo lo ha ejercido contra las clases populares en general y contra las bases de sus propios partidos en particular. La prepotencia del experto en ciencia y práctica política ha desdeñado el primitivismo ideológico de los peatones de la Historia y, desde la impotencia de una comunicación enriquecedora, ha preferido la instalación en las torres de marfil institucionales y desde allí hacer una política de señoritos de nuevo tipo, primero históricamente bien intencionados, pero progresivamente menos históricamente intencionados, más dependientes de códigos de casta y función.

Mientras el PSOE sigue haciendo lo que, según la lógica liberal, tendría que haber hecho una coalición de azañistas y lerrouxistas en 1931, la conciencia realista de lo que se puede hacer y de lo que no se debe hacer para que el cambio sea posible en España no puede encerrarse en un pragmatismo desarmado ni llenarse la boca de utopía. Hay que dirigir el esfuerzo transformador, a la profundización de la democratización del Estado y a la articulación de la sociedad civil. El concepto de articulación de la sociedad civil desteatraliza el viejo lenguaje de organización de las masas, como el concepto de presión social da el sentido exacto a la función de la fuerza de la sociedad contra las congénitas tendencias reaccionarias del Estado. Sin esa articulación de la sociedad, sin esa presión social, el pragmatismo desarmado se convierte, paradójicamente, en otra utopía. En una utopía más inútil que la otra, porque ni siquiera admite la ganga de una cierta poesía. Y más peligrosa que la otra, porque nada hay tan peligroso como el pragmatismo cuando se instala en un poder que lo instrumentaliza.

Archivado En