Tribuna:

Don Miguel, izado en la columna

Bilbao rindió hace unos días público homenaje a la memoria del más universal de sus hijos. La gloria del escritor llega muchas veces en los años póstumos, porque los pueblos desconocen, olvidan o rechazan a los que fundieron su obra literaria con el espíritu de la ciudad en la que nacieron. Así ocurrió con James Joyce y sus dublineses, críticos y despectivos, hasta que en su centenario lo exaltaron con multitudinario orgullo al comprobar que en las calles de su capital vivió su adolescencia un genio literario que había, desde su formación gaélica de irlandés profundo, inventado formas original...

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Bilbao rindió hace unos días público homenaje a la memoria del más universal de sus hijos. La gloria del escritor llega muchas veces en los años póstumos, porque los pueblos desconocen, olvidan o rechazan a los que fundieron su obra literaria con el espíritu de la ciudad en la que nacieron. Así ocurrió con James Joyce y sus dublineses, críticos y despectivos, hasta que en su centenario lo exaltaron con multitudinario orgullo al comprobar que en las calles de su capital vivió su adolescencia un genio literario que había, desde su formación gaélica de irlandés profundo, inventado formas originales de creación y un nuevo estilo de escribir la lengua de Shakespeare.Tuvo lugar el acontecimiento en una tarde apacible del sosegado otoño de nuestra tierra. Sobre una altísima columna metálica, corintia, especie de mástil de navío, se había izado literalmente la faz de don Miguel, modelada por la reciedumbre castellana de Victorio Macho, como una máscara de proa de fantástico velero. Estoy seguro de que el homenajeado, desde el trasmundo, habrá encontrado ya en su magín el comentarlo jugoso y la paradoja irónica que le sugiere este episodio. Llenaban las gentes del casco viejo la espaciosa plaza, las bocacalles de Ascaso y de la plaza Nueva, y se arracimaban hacia las calzadas de Begoña, por las que durante tantos decenios discurrió, hacia ariba y hacia abajo, el río de las plegarias de las madres y esposas bilbaínas, con sus anhelos, dolores y esperanzas depositados al pie de la patrona de Vizcaya.

La ceremonia fue sobria, sin retórica ni grandilocuencia, de acuerdo con el talante del poeta lírico del Nervión. El alcalde peneuvista José Luis de Robles, macizo y dinámico, leyó un artículo del propio Unamuno sobre Bilbao, sobre la misión de la villa y el porvenir de sus hijos. Era prosa de muchos años atrás y, sin embargo, la entendió y aplaudió el numeroso público. Porque tenía el secreto del buen periodismo de todos los tiempos: claridad en el propósito. No evitar lo esencial. Y escribir mojando la pluma en el corazón. Después de estas palabras sonaron los acordes majestuosos y elegantes del Agur Jaunak, interpretado por los tamborileros y chistularis municipales. Llevaban los músicos puesta la vieja casaca escarlata dieciochesca y el bicornio galonado. Los manes de Chango, el legendario tocador de los más viejos acordes populares, debieron inspirar a los ejecutores de hoy. No sé quién dijo en nuestra tierra -quizá Basterra- que el parche y el silbote representaban simbólicamente a Don Quijote en la utópica sinfonía del pífano, mientras que el atabal resonaba como la cazurra socarronería de Sancho.

En lo alto de su columna rostral, don Miguel miraba a las escaleras que flanquean las instalaciones, hoy en desuso, del llamado tren de los muertos, porque servía al tráfico del cementerio municipal. El reloj de la fachada está parado hace muchos años con la hora del último entierro. Pero don Miguel atalayaba desde su palo mayor algo que estaba situado más arriba. Era el portalón de la entrada de Mallona, sobre el que se hallan escritas, medio borradas por el tiempo, las estrofas de don Alberto Lista: "Aunque estamos en polvo convertidos, / en ti, Señor, nuestra esperanza fía / que tornaremos a vivir vestidos con la carne y la piel que nos cubría".

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A los pies de la columna, la plaza tiene ahora, situado en su centro, un templete con cuatro caños que borbotan agua: cada uno lleva el nombre euskérico de los elementos que en las ciencias de antaño constituían la esencia de la naturaleza física: aire, agua, tierra y fuego. Al menos así lo aprendí cuando estudiábamos, bachillerato en el viejo caserón, de fachada neoclásica que se levantaba allí mismo, es decir, en. el edificio del antiguo instituto, Donde, por cierto, en su paraninfo, guarnecido de terciopelos, carmesíes, celebró su última sesión la Junta General del Señorío, en vísperas de la abolición canovista de los Fueros de Vasconia.

De la ceremonia marchamos a la mesa redonda, una de las cuatro que en esos mismos días examinaron a fondo la obra unamuniana en sus diversas vertientes,

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y especialmente en relación con su vinculación bilbaína. Quedé sorprendido y emocionado por la multitudinaria concurrencia de una gran masa de jóvenes y por el fervoroso silencio con que se escuchaban no sólo nuestros comentarios, sino el ocasional recitado de trozos de la obra poética de don Miguel. Esa poesía, largo tiempo olvidada y subestimada, impacta, emociona, levanta cargas afectivas y llena de mensajes la sensibilidad receptiva de los oyentes de nuestros días. Unamuno es hoy lectura apasionada de muchos. Quizá por el sentido trascendente que late de forma perenne en su prosa y en su verso.

Unamuno tenía a gala enumerar sus primeros 36 apellidos vascones. Su linaje paterno era guipuzcoano, de Vergara y de Placencia. Por su madre iza de Ceberio, del lugar de Areilza, donde también brotó, mi apellido hace siglos. Pero fue Bilbao la que le dio las componentes esenciales de su genio creativo: la fe cristiana, que arraigó para siempre en el tejido íntimo de su personalidad, controvertida y paradójica. La conciencia cívica, entendida como participación activa y ética de su sentido ciudadano en la cosa pública; y el inmenso caudal de ternura acumulada por la memoria de los paisajes y personajes de su niñez y mocedad. Esos tres ejes de fidelidad bilbaína se hallan presentes en su vida y en su obra. Bebió la creencia religiosa en el manadero familiar, en su hogar de catolicismo tradicional y anejo. En el poema de la basílica de Santiago están contenidos esos esponsales irrevocables de su alma con el cristianismo. Que éste fuera agónico, controvertido, en ocasiones rebelde y muchas veces asaeteado de dudas, no quita a la permanente referencia de sus estrofas a la inmortalidad, a la resurrección de la carne y al diálogo de Dios con el hombre. Es decir, a la idea pascaliana de que en el interior del corazón humano dejó el Creador un vacío para que lo llenase cada cual con su caudal de fe personal. Don Miguel fue acusado y denunciado como hereje en más de una ocasión. ¿Habrá que recordar que las estrofas del Cristo de Velázquez representan el máximo poema religioso de nuestro siglo?

Bilbao fue también el lugar de su aprendizaje de la lucha civil, con las imágenes de su infancia de la villa en guerra, sitiada y más tarde socorrida. En Paz en la guerra está la superación misma de la discordia fratricida con la idea de reconciliar en una integración superadora la pelea de los bandos. Y la vena de su poesía revierte una y otra vez a las imágenes de su pasado, al Bilbao de los "secretos encantos, de los paseos misteriosos por la ribera del Nervión, de los bosques circundantes y de las cumbres que dominan el bocho.

En el palo mayor del navío bilbaíno ha quedado izada la figura de don Miguel como una grímpola de identidad. Acaso en las noches de temporal, sobre los tejados de la villa, se encienda la cabeza de Unamuno con un fuego de San Telmo que lleve consigo por los aires el rastro luminoso del espíritu de Bilbao.

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