Tribuna:

Carta a Juan Luis Cebrián

Querido Juan Luis: Tu reciente artículo "Una pregunta elemental" ha removido en mí lo que conmigo va siempre bajo los quehaceres y los ocios de cada día: mi preocupación por lo que nuestro país va a ser en este decisivo trance de su historia. Un periodista americano te ha lanzado a bocajarro la pregunta que tantos españoles nos hacemos: "¿A dónde va España?". Pregunta a la cual tú, acertada y tácitamente, has querido quitar todo aire sibilino y profético -tal como suena, parece dirigida a la pitonisa de Delfos o a don Juan Donoso Cortés-, para dejarla en esta otra: "¿A dónde debe ir España, de...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Querido Juan Luis: Tu reciente artículo "Una pregunta elemental" ha removido en mí lo que conmigo va siempre bajo los quehaceres y los ocios de cada día: mi preocupación por lo que nuestro país va a ser en este decisivo trance de su historia. Un periodista americano te ha lanzado a bocajarro la pregunta que tantos españoles nos hacemos: "¿A dónde va España?". Pregunta a la cual tú, acertada y tácitamente, has querido quitar todo aire sibilino y profético -tal como suena, parece dirigida a la pitonisa de Delfos o a don Juan Donoso Cortés-, para dejarla en esta otra: "¿A dónde debe ir España, dentro de lo que hoy puede ser y hacer?". Ojalá cunda tu ejemplo en los españoles responsables; ojalá, como consecuencia, se entable entre nosotros un amplio debate acerca de tan básica e ineludible cuestión. En tanto llega, si llega, daré forma escueta a varios de los pensamientos que tu lúcida respuesta me ha sugerido.Si no te he leído mal, esa respuesta tuya viene a ser la siguiente: modernización mental antes que nada; por tanto, actualización del concepto del Estado, puesta al día de nuestra técnica, a tenor de lo que a gritos está pidiendo el cabo terminal del siglo XX, renovado diseño de los horizontes que este país necesita en sus relaciones laborales, en su economía, en su convivencia y en su entramado internacional. En definitiva, cambio cualitativo y eficaz, si queremos evitar un descenso al tercermundismo, que a esto nos conduciría la mera prosecución de nuestro presente status e incluso una débil y parcial reforma de lo recibido. Todo lo cual es posible y urgente, porque -copio tus palabras- "garantizada la estabilidad política del régimen, ahuyentados los fantasmas del golpismo, depositado el poder en una generación sobre la que el peso de la guerra civil es ya solamente el de la memoria histórica", España tiene la oportunidad de plantearse las preguntas "que definan cómo ha de ser la vida aquí en las próximas décadas".

"Feliz quien, como Ulises, ha hecho un largo viaje", dice el verso francés famoso. Felices quienes, como tú y los hombres de tu generación, digo yo ahora, habéis hecho tan corto viaje por el camino de nuestra historia. Con vuestro deseo y vuestra esperanza estoy; pero el camino por mí recorrido hace más pesada mi memoria histórica y me obliga a plantearme varias graves interrogaciones. Me digo a mí mismo y os digo a vosotros: la evidente superación de la guerra civil en el alma de los españoles que no han cumplido los 50 años, ¿permite olvidar que a partir de 1808, para no ir más lejos, la guerra civil ha sido una reiterada realidad en nuestra historia?; ¿es cierto, por otra parte, que hayan sido ahuyentados los fantasmas del golpismo?

Desde que en 1975 se inició la transición vengo echando de menos en las alturas del poder ejecutivo un examen serio y claro de lo que el haber y la deficiencia de España han sido durante los siglos XIX y XX, y muy especialmente en éste. ¿Qué fueron, qué, pudieron ser y qué no llegaron a ser la Monarquía de Alfonso XIII y la II República para que con una o con otra no hubiese sido posible la guerra civil de 1936? ¿Qué fue realmente ésta, por debajo de la retórica que la ha deformado, y por qué en pleno siglo XX se mataron entre sí los españoles como de hecho lo hicieron? ¿Qué fue, qué pudo ser y qué no llegó a ser el régimen de Franco? ¿Qué España nos dejó ese régimen, tanto en el orden político y social como en los órdenes intelectual y ético de su realidad? Abiertamente planteadas y rigurosamente respondidas, tales son las preguntas que yo he echado de menos en el Parlamento y en la Prensa, y tanto en los sucesivos Gobiernos como en las sucesivas oposiciones.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

¿Es cierto que la estabilidad política de la actual democracia se halle definitivamente garantizada? No lo sé. Tras el feliz advenimiento de la II República, cuando la inmensa mayoría de los españoles la querían o la acataban, ¿eran previsibles el lamentable conato de revolución de 1934 y la más que lamentable guerra civil de 1936? Repaso mis recuerdos, y mi respuesta tiene que ser negativa. Ni siquiera en la primera quincena de julio de 1936 podía preverse lo que más tarde ocurrió. Contemplo luego la España actual, la que cada mañana me ofrecen los diarios, y mi sentir se hace incierto. Una guerra civil como la pasada me parece, desde luego, por completo inimaginable; en modo alguno la temo. Pero si hablo, no en términos de guerra civil, sino en términos de desestabilización, usaré de nuevo el vocablo ya tópico, un ambivalente estado de ánimo me asalta. Por un lado, la confianza. La conducta ejemplar y el enorme prestigio del Rey, el habitual proceder del Gobierno, el pacífico talante de la mayor parte de nuestra sociedad y, mientras no cambie, la relativa moderación de las movilizaciones laborales, me mueven a la confianza; pero la no decreciente existencia de nacionalismos independentistas, la violencia, armada o no, con que a veces se manifiestan y la no tan insignificante proporción de los nostálgicos y los neófitos del mando inobjetable y la acción violenta, inevitablemente me hacen pensar que, pese a todo, la involución sigue siendo posible. Producida ésta, ¿cuáles serían sus consecuencias inmediatas? Que cada cual imagine lo que le plazca; lo que yo imagino non mi piace niente.

Por eso, Juan Luis, yo quisiera que el debate acerca de las cuestiones que tan certeramente propones tú y el riguroso planteamiento del estado de la cuestión que yo propongo, no borrasen alegremente la preocupación que acabo de exponer, y mucho menos la conducta a que necesariamente obliga: la inteligente y avisada firmeza, la amplitud verdaderamente nacional de la visión, el conocimiento y la difusión de lo que realmente ha sido nuestra historia reciente, la constante voluntad de hacer social y políticamente indeseable lo que pasó.

Algo más, bastante más me sugiere tu artículo. Una fugaz alusión tuya a las angustiadas cavilaciones sobre el ser de España que desde hace más de un siglo se vienen sucediendo entre nosotros me da ocasión para hacer justicia, tal como yo la veo, a los cavilosos más eminentes: los anteriores al patético '¿Dios mío, qué es España?' de Ortega (los que contendieron en la polémica de la ciencia española: Costa, Cajal, los regeneracionistas, Ganivet, Unamuno) y los posteriores a ella (Menéndez Pidal, el propio Ortega, Madariaga, Américo Castro, Sánchez Albornoz). Atribuir a todos ellos una visión esencialista o metafísica de España, más o menos semejante a la que propuso la doctrina romántica del VoIksgeist, "espíritu del pueblo" o "alma nacional", me parece un doble error. Error, por una parte, intelectual, porque la visión metafísica de una realidad -sea ésta meramente -física o formalmente historico social- no supone atribuir carácter esencial y permanente a todo lo que en esa realidad se estudia; en ella puede haber notas no esenciales y perfectamente transitorias; por ejemplo, los modos de ser que los escolásticos llamaron "hábitos de segunda naturaleza". El saber inglés -la posesión de un saber que puede olvidarse y tantas veces se olvida- ¿es acaso una nota esencial y permanente de la persona que lo ha aprendido?; y la intelección descriptiva y metafísica de esa persona, ¿no debe acaso considerar lo que en ella sean esos modos de ser? Más aún: ¿no podría darse el caso de que todo el ser de una nación, en tanto- que tal, sea un peculiar conjunto de ellos? Error, por otro lado, historiográfico, porque la concepción esencialista de España, perceptible, eso sí, en algunos de tales cavilosos, sólo sin el necesario análisis y sin la suficiente reflexión puede serles globalmente atribuida.

En la mejor parte de ellos, la preocupación por el ser de España no es en rigor preocupación metafísica, inquietud mental conducente al discernimiento de tales y tales caracteres esenciales, sino expresión de su descontento ante la realidad de España que ven y de su exigencia de una reforma enderezada hacia la España que desean. Su "¿qué es España?" lleva en sí, visibles siempre, si uno afina la mirada, tres tácitas interrogaciones. Una: "Para que España sea lo que yo creo que debe ser, ¿qué debemos hacer los españoles?'. Otra: "¿Qué ha sucedido en la historia de España, qué ha sido nuestro pasado para que la vida colectiva de los españoles sea la que ahora contemplo y tanto me desplace?". Otra: "¿Cómo los españoles debemos asumir, rechazar o modificar lo que del pasado hemos recibido, para movernos sin trabas hacia lo que podemos y debemos ser?".

De lo cual se sigue que estos cavilosos sobre lo que España es, tan doloridos de España como degustadores de ella, porque mucho de España les duele y mucho les place, con frecuencia hayan sentido la obligación de idear in terpretaciones de nuestra historia capaces de dar respuesta a las tres interrogaciones precedentes -baste citar las de Menéndez Pelayo, Azcárate, Revilla y Pero jo, Costa, Ganivet, Unamuno, Menéndez Pidal, Ortega, Castro y Sánchez Albornoz- y nunca hayan olvidado la proposición de muy concretas reformas, desde las tocantes a la economía, la política y la técnica hasta las pertinentes al cultivo de la ciencia y a la educación intelectual y ética. ¿Crees, Juan Luis, que Ortega y Castro, valga su ejemplo, no sus cribirían hoy esa oportuna enumeración de "perfiles irritante mente concretos" a que la pregunta del periodista americano te ha conducido?

Llego al término de mi espacio posible y todavía no he comentado lo que en tales perfiles más directamente atañe a mi oficio y a mis más personales desazones. Se dice que nunca segundas partes fueron buenas. Sin invocar las varias que de verdad lo han sido, atenido no más que a mis pobres recursos, ¿me permitirás que en una segunda carta luche yo contra ese tópico decir?

Archivado En