Tribuna:Juegos de la 23ª Olimpiada de la era moderna

El drama del boxeo

J. J. F., Acababa de ganar un nuevo combate el español Hernando frente al boxeador negro de turno, un ugandés. También en la categoría de 60 kilos saltaron al ring el puertorriqueño Ortiz y el británico Dickens. No fue de cuento la contra de izquierda que colocó el isleño, ese joven que aún ve en el boxeo la solución a su vida, al, rubio británico. Se desplomó dramáticamente. El casco reluciente le sirvió tanto como la camiseta al encajar el golpe en plena mandíbula. Y, en seguida, con el temor de un deporte brutal que aún se quiere mantener, el árbitro y los médicos saltaron al cuadrilátero p...

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J. J. F., Acababa de ganar un nuevo combate el español Hernando frente al boxeador negro de turno, un ugandés. También en la categoría de 60 kilos saltaron al ring el puertorriqueño Ortiz y el británico Dickens. No fue de cuento la contra de izquierda que colocó el isleño, ese joven que aún ve en el boxeo la solución a su vida, al, rubio británico. Se desplomó dramáticamente. El casco reluciente le sirvió tanto como la camiseta al encajar el golpe en plena mandíbula. Y, en seguida, con el temor de un deporte brutal que aún se quiere mantener, el árbitro y los médicos saltaron al cuadrilátero para atender al muchacho inconsciente. El puertorriqueño estaba alegre, muy alegre, pero la situación rayaba ya entre lo trágico y lo ridículo. ¿Por qué llegar a trances así? ¿Se levantará? ¿O habrá otra muerte absurda en aras de un deporte que se dice noble y que crea hombres hechos y derechos? También rehabilita a los presos, como si el ajedrez o el voleibol no pudieran.

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Dickens, al cabo de unos minutos interminables, se levantó. Sacudiendo la cabeza y tambaleándose, ayudado por tres cuidadores y dos médicos, pero se levantó. Ni siquiera fue al centro del ring cuando el árbitro levantó el brazo de Ortiz, pero ya estaba todo el mundo tranquilo. El trauma cerebral sabe Dios cuándo lo acusará, qué palabra se le empezará a trabar, pero se podía seguir.

Subieron al ring a continuación el camerunés desdentado Martin Ndongo y el guyanés Gordon Carey. No duró mucho el combate. Carey, de amarillo y tan negro como Ndongo, recibió un golpe en el parietal que, pese al casco, pareció afectarle y desequilibrarle. Mientras empezaba a caer, otro gancho de izquierda lo empujó como un fardo. Incluso se dio con la cabeza en el tapiz, donde dicen que se acaban de morir los boxeadores quizá para justificar que es como si se resbalaran con una cáscara de plátano.

Y la misma escena. Miedo, expectación dramática y nuevo respiro cuando el guyanés vuelve al rincón e incluso tiene fuerzas para acercarse al centro del ring cuando se proclama su derrota. Y sigue la reunión. No ha pasado nada, se puede seguir. Carey tendrá un punto más o menos grande y negro en su cerebro, un hematoma que le pasará factura algún día. Pero no ocurre nada. El boxeo sigue siendo un deporte olímpico quizá hasta que ocurra en su mismo escenario la tragedia que le rodea en el boxeo profesional.

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