Editorial:

Dylan, la nostalgia activa

BOB DYLAN ha venido a España por vez primera cuando ya es una nostalgia. Curiosa época esta que fabrica memorias de menos de 40 años y convierte en reliquias a héroes como Dylan, de 43. El azar mezcla las noticias de su llegada con las de la muerte de Michel Foucault, que tuvo y creó su sonido 4 mismo tiempo que Dylan hacía su filosofía, hacia los tiempos de Mayo del 68, hacia los de la new left y la guerra del Vietnam, teñidos por el relámpago rojo de la cabellera de Cohn Bendit, el brío pausado de Marcuse, las brevísimas apariciones de la bandera roja y negra de los nuevos libertarios...

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BOB DYLAN ha venido a España por vez primera cuando ya es una nostalgia. Curiosa época esta que fabrica memorias de menos de 40 años y convierte en reliquias a héroes como Dylan, de 43. El azar mezcla las noticias de su llegada con las de la muerte de Michel Foucault, que tuvo y creó su sonido 4 mismo tiempo que Dylan hacía su filosofía, hacia los tiempos de Mayo del 68, hacia los de la new left y la guerra del Vietnam, teñidos por el relámpago rojo de la cabellera de Cohn Bendit, el brío pausado de Marcuse, las brevísimas apariciones de la bandera roja y negra de los nuevos libertarios y la silueta iluminada de Dubcek y el socialismo en libertad. Hoy, Dubcek es jardinero en Praga, Foucault, estaba recluido con la mente perdida y Bob Dylan viene a parar al estadio del Rayo Vallecano, con un penacho de rey antiguo, arrastrando a su espectáculo a quienes abandonan para verle algunas poltronas de ejecutivos o ministeriales: jóvenes carrozas, salidos a tiempo de las fauces de un Saturno que trata de devorar cada vez con más velocidad a sus hijos.Todo ese gran grupo universal, todo ese sobresalto que recorrió el mundo, de París a Berkeley, de Praga a China -los jovencísimos guardias rojos de la revolución cultural, que hoy no es ni siquiera un vestigio, habían conectado casi misteriosamente con las otras juventudes-, representó tal vez una última utopía, una última versión de la esperanza. Desde las pintadas en las calles, el brote alegre del unisex y los textos de los escapados de la escuela de Francfort se trató de dar un envite decisivo a lo que se describió como los sistemas establecidos por encima de las ideologías, y en los que se englobaba lo mismo el comunismo desestalinizado que el capitalismo de Kennedy. Lo que queda de una revolución espontánea que desbordó todas las vanguardias oficiales y todos los textos sacralizados bostezaba ayer de emoción, y hasta soltó alguna lágrima y encendió alguna luz, en el césped de Vallecas.

No todo se perdió. Algunos destrozos de los que se hicieron entonces en el rígido mundo antiguo no han podido felizmente reponerse jamás. Una reforma de las costumbres, de las relaciones humanas; un desprestigio de la guerra, un concepto nuevo de la revolución, una valoración de la juventud como fuerza intelectual, han dejado su rastro en el mundo de hoy. Los nostálgicos de la época no están implicados en vano en el sistema, aun cuando este pugne por exprimirlos como un limón. Maneras nuevas de dudar de las verdades eternas, apreciaciones del sentido de la vida incluso por encima de las tecnologías y de los nuevos poderes, se infiltran en la vida de hoy. En gran parte se debe a personas como Bob Dylan. Su música y sus canciones fueron el telón de fondo de un verdadero sueño que recorrió la tierra para hacerla mejor. No conviene sin embargo idealizar a los sesenta: fué aquella una década de cambio universal repleta de contradicciones, de esperanzas y de fracasos. Dylan es el símbolo y el mito de algo que ya está convirtiéndose en decadencia: una cierta idea de la protesta y de la revolución. Aunque sólo sea por eso hay que darle las gracias por venir, siquiera sea tan tarde, y dar las gracias porque nos lo han traído.

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