Tribuna:

Regalo inesperado

Un sereno y placentero sentimiento de gratitud me invadió el sábado por la tarde cuando, arrellanada ante el televisor, me disponía a ver los acostumbrados alardes periodísticos de Lou Grant y me encontré, oh sorpresa, oh visión, oh percusión, con el maravilloso y exquisito concierto de bandas militares retransmitido en directo desde el incomparable marco del teatro Campoamor de Oviedo, con la inapreciable colaboración de Matías Prats en una voz en off que era más bien gemido, susurro de emocionada pleitesía. La verdad es que hasta yo, que soy un tanto díscola y anti Otan, sentí estreme...

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Un sereno y placentero sentimiento de gratitud me invadió el sábado por la tarde cuando, arrellanada ante el televisor, me disponía a ver los acostumbrados alardes periodísticos de Lou Grant y me encontré, oh sorpresa, oh visión, oh percusión, con el maravilloso y exquisito concierto de bandas militares retransmitido en directo desde el incomparable marco del teatro Campoamor de Oviedo, con la inapreciable colaboración de Matías Prats en una voz en off que era más bien gemido, susurro de emocionada pleitesía. La verdad es que hasta yo, que soy un tanto díscola y anti Otan, sentí estremecérseme las criadillas más profundas cuando los caballeros legionanrios, erguido el cuello, velloso el pecho semidescubierto, fusil en alto, cantaron, embravecidos, aquello tan arrebatador de Soy el novio de la muerte.

Y es que hay cosas que una lleva arraigadas en lo más interno, y basta una cosa así, un espectáculo perfecto, armónico y milimétrico, para ponerle la carne de gallina, la piel de nutria, el cogote de merluza melancólica. No fueron sólo los legionarios, con ser muchos, los trastornadores de mi ánimo: también tocaron -con selecta sensitividad, hay que decirlo- los dé la banda de la Policía Armada, y los de la Guardia Civil. Entre otros.

Era hermoso ver a aquellos hombres, con su uniforme de gala, acariciando delicadamente un instrumento. Dos guardia civiles como dos catedrales, dos hombres como dos castillos, con su tricornio de fiesta, sentados e inclinados humildemente ante sendos e inofensivos violonchelos. Las lágrimas pugnaban por brotar de mis ojos conmovidos, y finalmente no las pude contener cuando el ministro de Defensa, Narcís Serra, fue enfocado por las agudas cámaras en un momento en que él también seguía la exhibición con encandilado deleite. Unida como nunca me he sentido a un ministro, entoné yo también, por bajines, uno de los aires zarzueleros que en ese momento estaban tocando los uniformados de turno, con singular donaire. Fervorosa, encendí un cigarrillo y me serví un whiski. Nunca he experimentado tan profundamente la sensación de, que, por una vez, todo estaba en su sitio.

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