Tribuna:

La corrida

A esta altura de los tiempos aún quedan algunos progresistas revenidos, intelectuales gastronómicos y poetas gongorinos que tratan de purificar la fiesta de los toros. Durante el invierno suelen permanecer hibernados; pero cuando llega la feria, de pronto, ellos salen a la luz, olvidan la teoría cuántica, el verso quebrado o él principio de indeterminación de Heidegger y comienzan a hablar de cuernos afeitados, de estocadas hasta la bola y de esa pierna que el matador debe poner por delante. En la plaza de Las Ventas esta gente todavía barbuda, sentada entre japoneses de autocar, analiza con c...

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A esta altura de los tiempos aún quedan algunos progresistas revenidos, intelectuales gastronómicos y poetas gongorinos que tratan de purificar la fiesta de los toros. Durante el invierno suelen permanecer hibernados; pero cuando llega la feria, de pronto, ellos salen a la luz, olvidan la teoría cuántica, el verso quebrado o él principio de indeterminación de Heidegger y comienzan a hablar de cuernos afeitados, de estocadas hasta la bola y de esa pierna que el matador debe poner por delante. En la plaza de Las Ventas esta gente todavía barbuda, sentada entre japoneses de autocar, analiza con cara profunda la perfección de los puyazos o los mandilazos que da ese héroe vestido de sota a una morcilla ensangrentada.Estos progresistas revenidos no beben botas de vino ni acostumbran a protestar. Sólo toman notas cejijuntas sobre la ortodoxia de semejante estofado y en los momentos cumbres de la parodia piensan en el buey Apis, en el minotauro con hierro de la ganadería de Creta o en los marmolillos funerarios de Guisando, que son toros de 3.000 hierbas, y después fabrican con ello cierta especie de literatura para impulsar una España llena de moscas.

La fiesta de los toros puede ser considerada cultura si el canibalismo también se toma por gastronomía, aunque meter al prójimo en una perola, cocerlo a fuego lento y zampárselo a continuación es una ceremonia más antigua, excitante y filosófica que cebar una res con piensos compuestos en una factoría, encerrarla impunemente en un ruedo y degradar al público con el espectáculo de su tedioso sacrificio dentro de un manierismo de sangre.

Por fortuna, este residuo histórico de nuestra crueldad, que algunos pretenden unificarlo a los valores de la raza, sólo entretiene ya a unas pocas personas mayores. La juventud española ha crecido al margen de este pequeño y repugnante jolgorio. Asiste de lejos a la corrida con ojos de espectador londinense o de monja belga. Pero entre un revuelto de japoneses, algunos progresistas revenidos todavía insisten. Tratan de sacar punta a la fiesta cuando ya su carnicería no da más de sí.

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