Editorial:

La resistencia de los jueces

LAS CRÍTICAS que ha suscitado en el Consejo General del Poder Judicial y en la Asociación Profesional de la Magistratura el proyecto de ley orgánica del Poder Judicial (LOPJ), pendiente de aprobación por el Consejo de Ministros, es un indicio de las resistencias corporativas que suelen encontrar en nuestro país las propuestas reformistas, por moderado que sea su contenido. No cabe afirmar que el Gobierno haya actuado de manera improvisada en este terreno. Aunque el programa electoral del PSOE anunciaba que el Gobierno daría "prioridad legislativa" a la tramitación de esta reforma a fin de evit...

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LAS CRÍTICAS que ha suscitado en el Consejo General del Poder Judicial y en la Asociación Profesional de la Magistratura el proyecto de ley orgánica del Poder Judicial (LOPJ), pendiente de aprobación por el Consejo de Ministros, es un indicio de las resistencias corporativas que suelen encontrar en nuestro país las propuestas reformistas, por moderado que sea su contenido. No cabe afirmar que el Gobierno haya actuado de manera improvisada en este terreno. Aunque el programa electoral del PSOE anunciaba que el Gobierno daría "prioridad legislativa" a la tramitación de esta reforma a fin de evitar la perpetuación de "la caótica interinidad de la crisis de la Administración de Justicia", el año y medio transcurrido desde la constitución de las últimas Cortes Generales es una prueba de que las cosas no han ido tan rápido como lo previsto.El borrador de la ley establece una adecuación entre órganos y funciones, combina la antigüedad con los méritos para los ascensos y regula con detalle la constitución, funcionamiento y gobierno de los juzgados y tribunales. Pese a su decisiva importancia, la ley es sólo una pieza de la reforma global de la Administración de Justicia. La lentitud actual de los procesos nace, entre otras cosas, de una demarcación judicial anticuada, apenas alterada desde el siglo XIX, y de la incapacidad de las viejas normas procesales para hacer efectivos los principios de oralidad, inmediación y contradictoriedad. Sólo una nueva demarcación judicial permitirá la descongestión de los tribunales y la mayor celeridad de los procesos; y sólo la reforma -ya en curso- de las normas de enjuiciamiento hará posible la eliminación de las tácticas dilatorias, la supresión de trámites innecesarios, la potenciación del juicio oral y la rápida ejecución de las sentencias.

Esa estrategia, orientada a modernizar nuestra anquilosada Administración de Justicia, necesita recursos presupuestarios suficientes y la ampliación del número de jueces, magistrados, fiscales y personal auxiliar. Por esa razón, resulta ridículo que el Consejo General del Poder Judicial haya acumulado reparos ante las razonables propuestas para aumentar rápidamente los escalafones judiciales y haya reivindicado una autonomía difícilmente conciliable con la unidad del Estado. Sólo un corporativismo trasnochado, con hondas raíces en los cuerpos de la Administración de Justicia, puede explicar esta actitud.

Al posibilitar el acceso a la carrera judicial por una vía distinta a la oposición, la ley no hace sino crear el método adecuado para cubrir una demanda que sería de imposible satisfacción mediante los procedimientos tradicionales. Pero además contribuye a poner fin a un sistema de selección de jueces inapropiado para los tiempos que corren y lleno de contradicciones con las necesidades de una democracia moderna. No es nada nuevo, ni nada revolucionario esto que ahora quiere hacer el PSOE: durante el mandato de Giscard d'Estaing, la judicatura francesa recurrió a la doble vía a fin de poner remedio a una crisis de estrangulamiento semejante a la que hoy padecemos en España. El programa electoral del PSOE, por lo demás, ya anunció el propósito de arbitrar, junto al sistema de oposiciones, "otras vías que permitan el acceso a la función judicial de profesores, doctores en derecho o abogados de reconocida solvencia profesional"; esos procedimientos dispondrían de los "debidos controles", establecidos por el Consejo General del Poder Judicial a través de la Escuela de Estudios Judiciales. La insuficiente dotación de la cartera judicial -unos 2000 jueces y magistrados en total- y la imposibilidad de cubrir con garantías las plazas requeridas mediante oposiciones hacen prácticamente inevitable esa doble vía, que enriquecerá además la Administración de Justicia con la experiencia profesional de los letrados en ejercicio y la reflexión teórica de los estudiosos del derecho.

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Las críticas del Consejo General del Poder Judicial a la doble vía no sólo revelan inquietantes síntomas de corporativismo, sino que además descansan sobre una interpretación errónea del lugar que ocupa la Administración de Justicia en nuestro sistema constitucional. La identificación del poder judicial -el poder concedido a unos hombres para juzgar a otros- con el cerrado escalafón de jueces y magistrados que han ganado su plaza por oposición es simplemente inadmisible. Aunque el carácter electivo de los jueces esté básicamente reducido a zonas del mundo anglosajón, y aunque la designación de los jueces por el poder legislativo o el poder ejecutivo sea una experiencia ajena a nuestra tradición, la independencia de funcionamiento del poder judicial no exige para nada la existencia de una carrera judicial reclutada mediante oposición.

La Constitución española, tras afirmar que "la justicia emana del pueblo", establece que su administración "en nombre del Rey" corresponde a "jueces y magistrados integrantes del poder judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley". Pero no ordena que el acceso a esa carrera se realice exclusivamente mediante ejercicios de oposición sobre extensos temarios, habitualmente disputados por jóvenes licenciados que acaban de obtener el título.

No menos inquietante resulta que el Consejo General, definido por la Constitución como "el órgano de gobierno" del poder judicial, interprete la independencia judicial como una credencial que le habilita para construir una especie de Estado dentro del Estado -o un grupo de presión institucional- mediante la casi completa autonomía presupuestaria, la potestad reglamentaria, la excepcionalidad del estatuto funcionarial y el control del personal auxiliar. Ni siquiera es seguro que la designación de los 12 miembros -sobre los 21 que componen el Consejo General- pertenecientes a la carrera judicial deba ser realizada forzosamente por sus compañeros de cuerpo, tal y como la actual ley orgánica establece. En cualquier caso, el actual procedimiento de elección de esos, 12 miembros, que sacrifica la representación proporcional al monolitismo del sistema mayoritario, imposibilita la presencia de diversas sensibilidades y actitudes en el Consejo General y entorpece su democratización.

La consolidación de un régimen de libertades exige la existencia de una justicia independiente, eficaz y servidora de los intereses ciudadanos. Pese a los esfuerzos realizados, los progresos en este terreno han sido mínimos en los últimos años. La justicia sigue siendo un arcano para el ciudadano medio, que se ve privado de su derecho a participar en ella a través del sistema de jurado y que contempla a diario la persistencia de la astilla como mecanismo de actuación en gran parte de los juzgados de este país. La lentitud achacable a la falta de medios lo es también al absentismo laboral de muchos jueces. En definitiva, la Administración de Justicia necesita un saneamiento no sólo técnico, y cualquier otro acercamiento al problema equivaldría a esconder la cabeza debajo del ala.

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