Editorial:

Rumbo de colisión

LA SEGURIDAD de la flota civil española no es buena, a juzgar por las estadísticas recientemente conocidas; cada año se producen decenas de naufragios, con un elevado saldo de pérdidas económicas y de riesgo para la vida humana en el mar. Esto no quiere decir que la flota actúe siempre en condiciones tercermundistas, pero no pueden ignorarse los inquietantes indicios que ofrecen los datos, según los cuales nuestro país aparece periódicamente en el grupo de cabeza de las flotas con mayores pérdidas. El número de víctimas es asimismo importante, sobre todo por accidentes de naturaleza laboral, h...

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LA SEGURIDAD de la flota civil española no es buena, a juzgar por las estadísticas recientemente conocidas; cada año se producen decenas de naufragios, con un elevado saldo de pérdidas económicas y de riesgo para la vida humana en el mar. Esto no quiere decir que la flota actúe siempre en condiciones tercermundistas, pero no pueden ignorarse los inquietantes indicios que ofrecen los datos, según los cuales nuestro país aparece periódicamente en el grupo de cabeza de las flotas con mayores pérdidas. El número de víctimas es asimismo importante, sobre todo por accidentes de naturaleza laboral, hasta el punto de que la siniestralidad en la mar supera varias veces la que se produce en las actividades tradicionalmente consideradas más peligrosas, como la construcción o la minena.Los navieros y la propia Administración restan importancia a las pérdidas con el argumento de que casos singulares -como los hundimientos de, dos supertanques, en 1980 y en 1983- son los responsables de la desestabilización del índice de siniestros. Sin tales naufragios -razonan dichos sectores- la flota civil española permanecería en niveles aceptables. La lógica de este argumento llevaría a considerar que la catástrofe de un jumbo de más o de menos no tiene importancia para la siniestralidad aérea, o que el incendio que destruye una gran discoteca no supone un descuido en la seguridad de este tipo de establecimientos. Más bien debería ocurrir lo contrario: una tragedia invita a revisar profundamente las condiciones de seguridad del sector en que se produce.

Lo cierto es que un solo barco, como el Castillo de Bellver, provocó tres muertes, así como la pérdida de más de 10.000 millones de pesetas y el hundimiento de 138.000 toneladas de registro bruto; que otro supertanque, el María Alejandra, ocasionó por sí mismo 36 muertes, aunque las pérdidas económicas fueran menores, debido a que navegaba en lastre; y que ha habido problemas graves en diversos petroleros, aunque por fortuna no terminaron en hundimiento. Y no todo se reduce a los grandes buques: hay muchos accidentes en barcos medianos y pequeños, hasta el punto de que las estadísticas españolas recogen 404 barcos con problemas en el último quinquenio, con un total de 184 hundimientos.

La situación del sector marítimo es delicada; a un período de grandes facilidades para la construcción naval ha sucedido una crisis profunda. Los navieros se encuentran en plenas negociaciones con la Administración para evitar la ejecución de créditos oficiales pendientes y no pagados, así como en solicitud de ayudas a la utilización de la flota nacional frente a la de otros pabellones. Pero eso no justifica que la seguridad sea relegada al cuarto oscuro, ni que se utilicen las estadísticas de accidentes como un arma arrojadiza en vez de usarlas como un método de investigación de problemas.

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La propia Administración se encuentra infradotada para cumplir con las funciones de inspección y salvamento. Las competencias marítimas aparecen repartidas en una decena de ministerios, y las cuestiones que inciden en la seguridad dependen de tantas instancias -Transportes y Comunicaciones, Agricultura y Pesca, industria, Obras Públicas, Defensa, Trabajo,, Sanidad, Cruz Roja- que las responsabilidades se diluyen o, lo que es peor, producen el enquistamiento de espíritus de cuerpo demasiado celosos de sus respectivas competencias. Para un país como el nuestro, con una flota de cerca de 1.000 mercantes y unos 8.000 pesqueros, los inspectores de buques son muy pocos.

Una Administración marítima bien organizada y un servicio público responsable del salvamento y rescate son condiciones indispensables para un país moderno. Lo primero exigiría crear una estructura periférica importante, con no menos de 1.000 puestos de trabajo, que descargara de estas tareas a las actuales comanidancias militares de Marina; lo segundo necesita inversiones en medios preventivos y de rescate, utilizables no sólo para el control de la flota nacional, sino de las concurridas rutas internacionales que pasan por Finisterre, el estrecho de Gibraltar y Canarias. De poco sirve haber construido una torre de control del tráfico en el Estrecho si no puede, entrar en servicio por falta de personal o porque carece de medios para corregir las infracciones detectadas desde el punto de vigilancia. Las soluciones. precisan de decisiones presupuestarias, sin duda difíciles en la actual época de crisis, junto con el estricto cumplimiento de medidas de seguridad por parte de compañías armadoras y de las propias tripulaciones.

Por último, la determinación de las causas de los accidentes precisa de encuestas seriamente realizadas y oportunamente difundidas que nos saquen de la razonable duda de si todos los accidentes que se registran son inevitables y de si algunos naufragios han sido provocados. Algo se ha intentado en este terreno durante el último año, pero el sistema no funcionará eficazmente mientras España carezca de una autoridad marítima fuerte y profesionalizada.

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