Tribuna:

'Vis-à-vis'

De mis escasas visitas a las cárceles recuerdo, sobre todo, los silencios. Los centros penitenciarios son un rincón sin nombre de la geografia social, un agujero en el espacio. Atraviesas el portón y la vida queda fuera, tan lejana, tajado el bullicio, borrada abruptamente su existencia. Atraviesas el portón y te engulle el colosal silencio carcelario, que es un producto de la ausencia del tiempo y no del ruido. Ahí dentro, los días se detienen, las horas se derriten, las noches son eternas. Son prisiones de tiempo estancado, un pantano quieto en el que zozobra la memoria.Siempre me sorprendo ...

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De mis escasas visitas a las cárceles recuerdo, sobre todo, los silencios. Los centros penitenciarios son un rincón sin nombre de la geografia social, un agujero en el espacio. Atraviesas el portón y la vida queda fuera, tan lejana, tajado el bullicio, borrada abruptamente su existencia. Atraviesas el portón y te engulle el colosal silencio carcelario, que es un producto de la ausencia del tiempo y no del ruido. Ahí dentro, los días se detienen, las horas se derriten, las noches son eternas. Son prisiones de tiempo estancado, un pantano quieto en el que zozobra la memoria.Siempre me sorprendo de ese mundo en suspensión que es la cárcel, y siempre me sorprende sorprenderme. Las prisiones son el anverso de lo que somos, nuestra trastienda social, los sótanos que equilibran el sistema, y, sin embargo, ignoramos empeñosamente su existencia. Dentro o fuera: dos aspectos de la misma realidad y un abismo intermedio, infranqueable.

Hay ocasiones en que el interior y el exterior se relacionan. Son instantes de tregua, penosos puentes. Son los vis-à-vis: unas visitas especiales, no en el locutorio, sino en una pequeña habitación. Sin testigos, sin rejas medianeras. Solos los dos, el de dentro, el de fuera. Son 40 minutos de intimidad, vertiginosos minutos exteriores, macerados minutos presidiarios. Momentos para besarse, para tocarse, probablemente para amarse. Allí están, haciendo colas durante horas. Las mujeres, las novias de los reclusos. Bien pintadas, bien peinadas, primorosas. Arregladas como para ir al un baile de domingo. Adornadas para visitar a sus hombres, para salvar a fuerza de afeites los abismos.

Hace unos días fui a Carabanchel para entrevistar al director. Patios inmensos barridos por el viento, ecos de pasos. Eran las siete y media de la tarde, noche ya de un día muy frío. Ante el rastrillo esperaba una chica. Pequeña y sola en el portón tremendo, tan grande el patio y ese silencio. Casi una niña era, y esmirriadilla. Minifalda vaquera nueva y barata, sus taconcitos. Allí quedó, aguardando su vis-à-vis junto a las rejas, cargada de rimmel y paciencia.

Quizá siga aún ahí dentro, atrapada en el no ruido, en el no tiempo.

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