Editorial:

Muertes en Valencia

LA MUERTE de tres guardias civiles -el cabo primero Agustín Gómez Pérez y los números José Álvarez Cortés y Cayetano Carmona- en un tiroteo producido durante la pasada madrugada en un control de carretera entre Buriassot y Bétera no puede ser adscrita al tenebroso historial de las bandas terroristas, pero es acreedora de idéntica repulsa y condena. A medida que los crímenes de las bandas armadas van perdiendo sus antiguos móviles políticos, la diferenciación entre el bandidaje ordinario y el bandolerismo ideológico se hace cada vez más tenue. En cualquier caso, las razonables perspectivas de u...

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LA MUERTE de tres guardias civiles -el cabo primero Agustín Gómez Pérez y los números José Álvarez Cortés y Cayetano Carmona- en un tiroteo producido durante la pasada madrugada en un control de carretera entre Buriassot y Bétera no puede ser adscrita al tenebroso historial de las bandas terroristas, pero es acreedora de idéntica repulsa y condena. A medida que los crímenes de las bandas armadas van perdiendo sus antiguos móviles políticos, la diferenciación entre el bandidaje ordinario y el bandolerismo ideológico se hace cada vez más tenue. En cualquier caso, las razonables perspectivas de un debilitamiento de la amenaza terrorista contra la seguridad ciudadana podrían ser dramáticamente contrarrestadas, como consecuencia del incremento del paro y de la crisis económica, por un aumento de la delincuencia común y de las actuaciones ilegales de los grupos marginados que encuentren dificultades más o menos insalvables para su integración social.La lucha contra el desempleo, asociada estructuralmente a una reducción de las tasas de inflación y al sacrificio de los ingresos reales (salariales o de renta) de la población ocupada, no incumbe exclusivamente a los artífices de los modelos macroeconómicos sino que debe inscribirse, también, en las preocupaciones de los políticos conscientes de que el orden público es una condición necesaria para la existencia de un sistema democrático. Desde esa perspectiva, ni siquiera la distinción entre los propietarios y los asalariados con empleo es actualmente, la línea divisoria fundamental en nuestra sociedad. Unos y otros deben ser conscientes de que la marginación de la población desocupada constituye no sólo un drama que mueve a la solidaridad colectiva sinó, también, la línea de eventual quiebra de nuestra convivencia. En la actual situación de crisis económica, la ausencia de una demanda efectiva de trabajo convierte en etéreos los propósitos de reinserción social de los antiguos condenados y crea además las condiciones para que la delincuencia de nuevo cuño se convierta en un azote de la población instalada. A menos de regresar a la criminología precientífica de Lombroso, resulta difícil negar el decisivo papel que desempeñan en el crecimiento de las tasas de quebran tamiento de las normas penales las situaciones en las que el desempleo y la pobreza contrastan espectacularmente con la permanencia de expectativas de consumo que prolongan inercialmente -con la ayuda de Televisión- pasadas etapas de prosperidad. El elevadísimo porcentaje de españoles que buscan trabajo y no lo encuentran es un problema que concierne no sólo al Estado sino también a la población asalariada ocupada, que puede pagar involuntariamente, a través de las agresiones delictivas, parte de los costes de esa tragedia nacional. Una sociedad con cerca de un 20% de su población activa en paro no puede aspirar, sin dosis de hipocresía cercanas al cinismo, a que las leyes se respeten por convicción de conciencia y de manera no coercitiva.

Sobre ese trasfondo de desempleo galopante y débiles esperanzas de inserción productiva de la población recién salida de las cárceles, las patentes insuficiencias de nuestra administración de justicia cobran todo su significado. Las reformas del Gobierno socialista, que han limitado el período máximo de prisión preventiva para los procesados y han reducido algunas de las penas del Código Penal, no hicieron sino desarrollar mandatos constitucionales razonables o acercar nuestra anticuada normativa criminal a los principios vigentes en las democracias occidentales. En este sentido, el ministro Ledesma se limitó a desarrollar el programa electoral del PSOE y a actualizar nuestro ordenamiento penal y procesal para hacerlo congruente con los cambios producidos en el resto de la convivencia española. Ahora bien, la reducción del período de prisión preventiva y la concesión de la libertad provisional a los procesados más allá de un determinado límite temporal no deberían ser utilizados como artificios para que los delincuentes habituales salgan fraudulentamente a la calle con el fin de continuar su compulsiva existencia fuera de la ley. La auténtica justificación de esa meritoria reforma legal es que sea inmediatamente proseguida por una reforma institucional de la administración de la justicia que haga posible ese "proceso público sin dilaciones indebidas y con todas las garantías" que el artículo. 24 de la Constitución contiene como mandato expreso.

La indefinida prolongación de los regímenes de prisión preventiva, que transforman esa medida cautelar en una pená superior incluso a la que los tribunales puedan establecer en una sentencia condenatoria, era un escándalo que la reforma del ministro Ledesdma afortunadamente ha suprimido. Constituiría otro escándalo igualmente grave que esa modificación de la ley, al no ser complementada con una eficiente y rápida administración de la justicia se convirtiera en una excusa para que acusados susceptibles de ser condenados a largas penas salgan a la calle a los 18 meses de prisión preventiva como resultado de la abulia de los magistrados, de las triquiñuelas de los defensores o de la falta de recursos materiales y humanos del Poder Judicial.

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