Tribuna:

El año y el niño

Se celebra el nacimiento del primer niño del año nuevo, pero ¿y el pobre desgraciado que, por haber nacido unos segundos antes, pertenece al año viejo? Así, en Italia, el primer niño que vino a la luz este 1984, exactamente a los 10 segundos de empezado el año, en una clínica de Roma, podrá, cuando sea grande, contemplar su foto orgulloso en las primeras páginas de los diarios, mientras el que nació en Nápoles 20 segundos antes no tendrá ni periódicos ni recuerdos públicos. Nadie se acordará de él. Nació ya viejo. Es curiosa esa barrera que los hombres, todos, hacemos entre el afío que acaba y...

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Se celebra el nacimiento del primer niño del año nuevo, pero ¿y el pobre desgraciado que, por haber nacido unos segundos antes, pertenece al año viejo? Así, en Italia, el primer niño que vino a la luz este 1984, exactamente a los 10 segundos de empezado el año, en una clínica de Roma, podrá, cuando sea grande, contemplar su foto orgulloso en las primeras páginas de los diarios, mientras el que nació en Nápoles 20 segundos antes no tendrá ni periódicos ni recuerdos públicos. Nadie se acordará de él. Nació ya viejo. Es curiosa esa barrera que los hombres, todos, hacemos entre el afío que acaba y el que empieza. Pero, ¿quién decide que desde la medianoche del 31 de diciembre en adelante todo es ya distinto, más nuevo?Y ahí estamos, esperando que de la otra parte del río, de la orilla mágica del nuevo año, todo pueda ser distinto. Y, sobre todo, mejor. Y nos sorprendemos cuando en realidad todo sigue igual. Y empezamos a contar, con desilusión, los crímenes del nuevo año, los secuestros, los terremotos, todo lo negro.

Si acaso, podría decirse con Umbertc, Eco que, cada día que pasa, en nuestra época, y por tanto el 1 de enero más que el 31 de diciembre anterior, todo está "más cargado de futuro", porque la humanidad vive en pleno ritmo de programación, de lo que va a pasar, sin tiempo ya para pararse a mirar lo que fue. Vamos, que al hombre de nuestra ápoca no le incumbe la tentación bíblica de la mujer de Lot de convertirse en estatuta de sal por haber mirado hacia atrás.

Quizá por esta fiebre de futuro, este año, en este país, que es el de Eco, ha crecido el número de objetos viejos lanzados a la calle desde ventanas y balcones, produciendo cientos de víctimas. Quizá por eso ha habido como una carrera en remover el año viejo deseando a todos, hasta voceándolo por las calles, un año mejor. A veces, sin pararse a pensar, como le acaeció a un amigo mío, que tras haber consumido el rito, como todos, pidiendo a los dioses un año mejor, se dio cuenta que, para él, el año acabado había sido un año estupendo, lleno de cosas buenas, difícilmente superable por el nuevo que ha entrado.

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¿Por qué se brinda, pues, con tanto énfasis y calor a lo que aún no es, y se desea olvidar tan rabiosamente lo que fue, aunque, en definitiva, no haya sido malo?

Tiene que haber algún mecanismo secreto en las neuronas humanas (más en las del hombre que en las de la mujer, más en las de los adultos que en las de los niños) que empuje a pensar que la solución de muchos problemas está más en el futuro que en el ahora.

Vi a un niño esta Nochevieja interrumpir el juego de la oca

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con unos amiguitos suyos para sumarse al rito de los mayores que destapaban las botellas de champaña a las doce en punto. Y lo hizo de mal humor. En vano le decían: "Mira, que se ha acabado el año viejo y ha empezado ya el nuevo". Dio, deprisa y corriendo, un beso a sus padres y se fue en seguida a continuar su juego. Para él no había pasado nada. Su juego en curso era más real. Su única preocupación era que desde aquel momento debía estar atento para escribir en sus deberes 1984 en vez de 1983, para "que no le pusieran falta". O sea, un latazo. Y viendo un calendario del año nuevo notó que su cumpleaños iba a caer en un viernes, o sea, un día feo, con escuela.

Cuánto les cuesta a los niños también despojarse de sus juguetes viejos. No he visto a ninguno tirar por el balcón en la Nochevieja muñecas rotas o mecanos a los que les faltan piezas o robots que ya no se encienden. Y a veces, cuanto más viejos, más rotos, más llenos de pringue, más les gustan a los niños sus trastos viejos. No he oído decir nunca a un niño: ¿Qué bien, se ha acabado un año y ha empezado otro? Les gustaría, eso sí, un año con más domingos, con más fiestas de Reyes, con menos deberes, pero poco les importa que ese año empiece el 1 de enero o el 15 de octubre; no les gusta que se les pegue, que se les dé voces, que no se les escuche, que se burle uno de ellos, pero todo eso no les gusta ni en el año que acaba ni en el que empieza, como no les gusta que se les mienta, que se les acuse, que no se les castigue cuando son culpables.

¿Son entonces más realistas que los adultos estos niños de quienes decimos, para defendernos de su lógica férrea, que viven sólo de fantasía, de imaginación, de sueños? Se afirma que los ancianos viven de recuerdos, y los niños, de ilusiones. Pero yo he visto al niño que no se conmovió en la Nochevieja porque empezaba un año nuevo arrancar en cambio de la habitación de su vieja casa, de la que acababa de mudarse, un trozo de papel de la pared de su habitación para llevárselo a la nueva casa. Se lo dio a su madre diciéndole: "Consérvamelo para cuando sea grande (tiene ocho años) porque quiero acordarme de una habitación donde muchas veces fui feliz".

En ese horizonte del mañana, al parecer más cargado de futuro que nunca, se escuchará sin duda cada vez más la voz de la máquina, de los cerebros electrónicos. Habrá menos niños, y será quizá un bien, porque los que vivirán tendrán menos hambre y sus padres más tiempo para dedicarles, si quieren. Pero sería probable también un mundo más feo si por escuchar la voz de la telemática nos olvidásemos de escuchar la voz de los niños, que es siempre más feroz, más desconcertante, más severa y más lógica que la de cualquier máquina. Y que acaba siempre rompiendo nuestros esquemas desconcertándonos. Se ha hablado mucho del famoso síndrome de Estocolmo. Se afirma que también hoy las víctimas de todo género, tras haber pasado mucho tiempo con sus verdugos, acaban cayendo en la trampa de una cierta connivencia por un misterioso mecanismo de defensa y de supervivencia. Pero en este país, hace unos días, un niño de nueve años, calabrés, Rocco Luigi, liberado por sus secuestradores tras ocho meses de dura prisión, vividos en la oscuridad, sin juegos, con frío y comiendo latas de conserva atado día y noche a un camastro, ha desmentido esta tesis; apenas liberado, ha declarado a la televisión que a sus verdugos les insultaba y les llamaba bastardos. Y que se burlaba de ellos diciendo: "Estáis condenados a vivir en la vergüenza comiendo siempre con dinero sucio". Los psicólogos han comentado que se trata de un caso especial, que el pequeño Luigi "se ha hecho hombre de repente". Pero, ¿no podría ser que precisamente porque era niño poseía un ego más virgen, una fortaleza inédita, una lucidez sin sombras? He pensado a veces cómo sería un libro de psicología escrito sólo por niños. Una muchacha de 12 años, hija de un conocido psicoanalista, definió una vez a su padre la psicología con estas palabras: "Es la ciencia que explica que en el mundo todo es al revés de como se ve". Por lo menos de cómo aparece a los ojos de tanto adulto. Los cuales, como decía Ignacio Silone, se olvidan de lo maravillosa que es cada año la emigración de las golondrinas.

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