Tribuna:

Otra temporada en el infierno

Se llegue por tierra. o por aire, la desolación lunar, la árida monotonía del paisaje, anuncia la cercanía del sitio. La vegetación va haciéndose cada vez más rala, más enteca, hasta que se entra de lleno a un desierto de rocas sin orden ni concierto, sin dunas ni horizonte. La sórdida aglomeración de edificios se presenta de pronto como un vasto basurero donde se hubieran arrojado al azar los intentos menos felices de algo que pretendía ser un remedo de la arquitectura de nuestra época. Un viento seco levanta mansamente el rojo polvillo que, como una nube de maldición, flota día y noche sobre...

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Se llegue por tierra. o por aire, la desolación lunar, la árida monotonía del paisaje, anuncia la cercanía del sitio. La vegetación va haciéndose cada vez más rala, más enteca, hasta que se entra de lleno a un desierto de rocas sin orden ni concierto, sin dunas ni horizonte. La sórdida aglomeración de edificios se presenta de pronto como un vasto basurero donde se hubieran arrojado al azar los intentos menos felices de algo que pretendía ser un remedo de la arquitectura de nuestra época. Un viento seco levanta mansamente el rojo polvillo que, como una nube de maldición, flota día y noche sobre el lugar. Un gigantesco letrero de neón, absurdamente encendido en pleno día, nos informa que estamos en Las Vegas, Nevada. Desde ese momento, una sensación de náusea, una imprecisa angustia, nos acompañará hasta el momento en que abandonemos este informe agrupamiento de edificios que jamás podrá designarse como una ciudad.Al llegar la noche, una orgía de neón ilumina a giorno las tres o cuatro avenidas principales y las fachadas de los hoteles. Entre éstos hay todos los horrores: desde un rascacielos, pudoroso detentador de un nombre famoso en la hotelería del mundo entero y cuyas monótonas fachadas pretenden recrear un respetable tono neoyorquir.o, hasta el que se presenta como una carpa de circo monumental en donde los mensajeros y empleados están maquillados y vestidos como payasos o el que pretende ser una réplica de un palacio de la China imperial y en cuyos vestíbulos nos amenaza una población de dragones y de barrigudos budas sonrientes. Hay también una nionstruosa construcción que intenta recordar la suma de las más conocidas ruinas de la Roma de los Césares, pero esto requiere mención aparte.

Las Vegas fue en los años cincuenta lugar preferido por una aristocracia de oropel y era obligado transitar por sus calles en Rolls Royce, de color blanco y luciendo los últimos modelos de los grandes modistas franceses en el caso de las damas y, en el de los hombres, impecable esmoquin con camisa de seda cuello de tortuga. La Mafia y la especulación delirante de la finca raíz por ella promovida fueron deteriorando el ambiente, y los Rolls Royce cedieron el paso a los Cadillac de color negro y a los Chrysler Imperial color gris rata. Las estrellas de Hollywood hicieron su aparición, y con ellas, la flor y nata de la vulgaridad californiana. También esta etapa fue breve. Se evaporaron la jet-set y la beautiful people y ahora inundan los vastos espacios de hoteles y restaurantes, en donde noche y día rugen las máquinas tragamonedas y ensordece el girar de las ruletas, parejas de Brooklyn y del Middle West que, con torpe andar de gansos, van de mesa en mesa y de máquina en máquina mostrando las tristes lacras de una tercera edad que no terminan de aceptar y contra la que luchan con los más desesperados sucedáneos, que van desde la vodka hasta el gingseg.

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Los circuitos cerrados de televisión en los cuartos de los hoteles proyectan en forma continua una breve iníciación a los principales juegos de azar que reinan en Las Vegas. En los intermedios de tan minuciosas lecciones se presenta el anuncio de una sociedad de Jugadores Anónimos que acoge a quienes deseen librarse del flagelo del juego. Típica tartufería luterana, que sólo agrega horror al ambiente ya de suyo irrespirable. La prostitución de ambos sexos pasea sus carnes cansadas y su vergonzante sonrisa por los vastos espacios de las salas de juego. Ha ido a recalar allí la ajada mercancía que no encuentra ya clientela en los barrios bajos de las grandes urbes del Norte ni en las soleadas calles de Miami o Nueva Orleans.

No hay huida posible en este inconcebible círculo del infierno. De hotel en hotel, de restaurante en restaurante, de gasolinera en gasolinera, vamos reconociendo la misma materia insípida y vencida, ya por completo ajena a las más elementales condiciones de humanidad. El colmo del horror nos espera cuando, de repente, a la entrada del grotesco remedo de un palacio romano y de unas termas neronianas, nos encontramos con la estatua de Marco Aurelio que confiere inmortalidad y gracias supremas a uno de los más bellos espacios concebidos por el hombre: la plaza del Campidoglio en Roma. Sólo que aquí es de plástico que imita el bronce y tres veces mayor que el original. La protege una enorme cúpula de yeso iluminada con una tenue luz violeta. No es concebible horror igual que el de encontrarse con la efigie de uno de los más altos ejemplos de la bondad y del saber humanos sirviendo de escarnio en este espacio en donde la sociedad de consumo ha conseguido la más feliz y exacta representación de su miseria. La reflexión es obvia: si éste es, al fin y al cabo, el paraíso que anhelan los dueños de la más abrumadora suma de poder de que se haya dispuesto desde que el hombre apareció sobre la Tierra, no cabe hacer cálculos muy alentadores sobre la suerte que nos espera.

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