Tribuna:El asno de Buridán

Estado y publicidad

El hacer la guerra a los vecinos, el enderezar el buen orden público -y aun. privado- interior, el velar por la sucesión de los siempre frágiles individuos en el seno de las inamovibles instituciones y el cambiar, de vez en vez y con mayor o menor lujoso alarde de violencia, los propios cauces institucionales, son ejercicios que los Estados suelen asumir de forma técnica. y rutinaria y sin darle tampoco mayor importancia al hecho en sí de la asunción, aunque después; inviertan verdaderas fortunas en intentar conseguir el mejor orden y concierto de cada asunto. Hay sociólogos, como Talcott Pars...

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El hacer la guerra a los vecinos, el enderezar el buen orden público -y aun. privado- interior, el velar por la sucesión de los siempre frágiles individuos en el seno de las inamovibles instituciones y el cambiar, de vez en vez y con mayor o menor lujoso alarde de violencia, los propios cauces institucionales, son ejercicios que los Estados suelen asumir de forma técnica. y rutinaria y sin darle tampoco mayor importancia al hecho en sí de la asunción, aunque después; inviertan verdaderas fortunas en intentar conseguir el mejor orden y concierto de cada asunto. Hay sociólogos, como Talcott Parsons, que han construido enormes y complicadísimos esqueletos encaminados a ofrecer el modelo interpretativo de la acción social en los que alcanzan tales dosis de perfección que luego sus glosadores al comprobar que los Estados van por donde les da la gana y, claro es, por otras sendas distintas e imprevistas, no han tenido más remedio que afear a esos mismos Estados sus tan disolventes y heterodoxas conductas y mantener, en su gélida indiferencia, las tesis académicas del maestro en la esperariza de que un mundo futuro y más razonable llegue a arreglar esas disparidades incómodas, confundidoras y punto menos que sublevadas. Otros pensadores menos ilustres han aventurado la superioridad estratégica de conceder a la historia el papel preponderante en el arbitrio de la acción de Estado, y así Marx, con menor y más modesto bagaje inicial de axiomas, pudo construir su interpretación del devenir histórico, aunque también en este caso surgieron no pocos desajustes entre lo teóricamente convenido y lo empíricamente apreciable, con idéntica remisión al final de los tiempos. Diríase que en esto de las leyes predictivas los sociólogos y los filósofos de lo social demuestran cierta. querencia a la escatología.Pero ni Marx ni Parsons supieron descender lo suficiente en sus apreciaciones para darse cuenta de la inminencia de un fenómeno que puede introducir muy inquietadoras variantes en las ecuaciones que representan la acción del Estado. Al margen de continuar en el ejercicio de aquellas ya dichas tareas que la tradición les asigna, la fogosidad intelectual de los líderes y los funcionarios han ido añadiendo otras muchas nuevas, en una serie a la que no se le ve el fin. Entre ellas figura la de la acumulación a los ejercicios guerreros, o represivos o revolucionarios, de toda la propaganda precisa para que tales acciones, sobre realizarse, sean de público y universal dominio.

La idea de hacer tal cosa no es, ni con mucho, reciente, y hasta tal punto han tenido los Estados a gala el pregonar y airear sus éxitos, que el origen de la escritura está íntimamente ligado tanto a la utilitaria razón de llevar las cuentas en los templos como al deseo de histórica y pública notoriedad de los reyes sumerios de Uruk; recuérdese que las descripciones de las batallas y las victorias no ahorran detalle alguno que pueda contribuir a la mayor gloria del vencedor. Idéntico espíritu de superación está hoy presente en los departamentos gubernamentales del autobombo, aunque el soporte haya cambiado por completo y de las estelas cuneiformes y las runas se haya pasado a las agencias de publicidad y a los pomposa y puerilmente llamados medios de comunicación social de masas. ¿Cómo iba el hombre público a desaprovechar tanto progreso?

Los Estados, hoy, se anuncian, mejor o peor, pero se anuncian. Algunos usan todavía los medios, no tan obsoletos como a veces se piensa, que fueron inventados por la administración nacionalsocialista y para ello mantienen muy sólidos aparatos estatales de voceo y complacencia; de su buena voluntad pragmática no debe dudarse, pese a los años que pasaron ya sobre sus lomos. Otros, quizá más prudentes, o más pobres, o menos hábiles en el manejo de la psicología social, han optado por las mismas vías que permiten el auge de los electrodomésticos y los salones de masajes (tailandes, japonés, griego, inglés, se admiten tarjetas de crédito): las del anuncio, al menos a dos columnas y, a ser posible, en página impar. No me estoy inventando nada, yo casi nunca invento nada porque el mundo en torno me brinda mucho más de lo que preciso. Tengo delante de mí un anuncio publicado por la Embajada de un país dispuesto a proclamar su victoria sobre todo tipo de acechos imperialistas, conjuras internacionales y guerras ya declaradas o pendientes aún de declarar a falta de algún trámite. El mensaje es idéntico al de los emperadores babilónicos, aunque el texto resulte más breve. Quizá sea ésta una servidumbre difícil de vencer, habida cuenta de las tarifas de publicidad y de la manía de los directores sobre el número de páginas que hayan de dedicarse a tales menesteres.

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Pero los cambios en usos, técnicas y ademanes, nunca son absolutamente inocuos, y el hecho de sustituir las sagas y los romances por un modesto aviso publicitario no significa tan sólo una economía de medios. Todo el sentido del autobombo de los Estados se modifica de raíz, y eso es algo que ha captado muy sagazmente el profesional encargado de redactar el texto que comento. En él se insiste, vez tras vez, en la esperanza de la victoria de los desheredados sobre los arrogantes, lo que sin duda es una novedad digna de elogio. Hasta ahora los desheredados se limitaban a aprovechar los avances de la técnica en materia de sprays, embadurnando las paredes de los arrogantes (?). El publicar ahora anuncios en recuadro y en los diarios de mayor tirada es ya un signo de desahogo y de cierta agresiva opulencia, aunque, por el momento, el gesto parezca reservarse no más que a los desheredados que enjugan sus penas en un mar de petróleo.

Copyright Camilo José Cela, 1983.

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