Tribuna:

El amor a Stendhal

El stendhalismo, pese a su origen francés, es un fenómeno de alcance mundial y, al parecer, casi inagotable. Paul Valéry decía que Stendhal nunca tendría fin, y aunque ese nunca suena hoy a nuestros oídos bastante falaz e incierto no sólo respecto a Stendhal, sino a todo aquello que apenas ayer nos parecía estable, el stendhalismo es seguramente la pasión más duradera, la más amplia, la más ferviente que ha surgido en la historia, la vida y las costumbres literarias.Algo parecido ocurre con Casanova, aunque sin la misma intensidad y duración. En lo que respecta a Stendhal, el mejor modo...

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El stendhalismo, pese a su origen francés, es un fenómeno de alcance mundial y, al parecer, casi inagotable. Paul Valéry decía que Stendhal nunca tendría fin, y aunque ese nunca suena hoy a nuestros oídos bastante falaz e incierto no sólo respecto a Stendhal, sino a todo aquello que apenas ayer nos parecía estable, el stendhalismo es seguramente la pasión más duradera, la más amplia, la más ferviente que ha surgido en la historia, la vida y las costumbres literarias.Algo parecido ocurre con Casanova, aunque sin la misma intensidad y duración. En lo que respecta a Stendhal, el mejor modo para definir una pasión semejante sería, quizá, hacerle tomar cuerpo en uno de los mayores stendhalistas de nuestro tiempo, tal vez el más importante de todos: Pietro Paolo Trompeo, católico profundamente interesado por el jansenismo, romano afecto a la memoria de la Roma papal, aunque, honestamente, a través de los escritores católicos franceses que florecieron entre el primero y segundo imperio y no como consecuencia de oscuras nostalgias papistas. Convendría tener en cuenta a Trompeo, hombre de vida retirada, severa y apacible, para poder entender qué actitud, qué aspiración y qué inspiración lo llevaron a amar a Stendhal, a apasionarse por él, a seguir :sus huellas en la Italia romántica; también para comprender y definir la esencia del stendhalismo. El misterio del stendhalismo de Trompeo, al menos para mí, se ha incorporado al misterio de Stendhal (y aquí viene a cuento lamentarse de que en este año stendhaliano ningún editor haya emprendido la reimpresión, no ya de todos los escritos de Trompeo sobre Stendhal, sino, al menos, del primero de ellos, un volumen ahora dificil de encontrar, cuyo título es Sulle orme di Stendhal nell'Italia romantica).

Digo el misterio de Stendhal porque las razones que nos hacen amarlo, que nos empujan a buscarlo y nos iluminan tienen siempre algo de misterioso e inaprehensible. Haciendo hincapié en la frase definitiva del ensayo de Valéry sobre Lucien Leuwen, es posible que en un momento determinado desaparezcan del mundo los happy few (siempre pocos pese a los inmensos ecos que suscitan) que lo aman; pero, mientras éstos existan, no terminarán nunca de investigarlo, de descubrirlo, de profundizar en sí mismos gracias a su obra.

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El gozo que suscita Stendhal es imprevisible como la propia vida, como las horas de un día y como los días de una existencia. Cuando y cuanto más creemos conocerlo, nos sorprendemos de pronto descubriéndolo en un fragmento, en una frase, o subvirtiendo en sus libros el orden de las preferencias o de los gustos. Se empieza concediendo preferencia al Rojo y negro, pero en un determinado momento, casi sin darnos cuenta, nos inclinamos por La cartuja de Parma, y un día, de repente, nos descubrimos inmersos en el Henri Brulard como en la esencia misma de la obra stendhaliana y plenamente conscientes de las razones de nuestro entusiasmo. Ésos son los tres grados del stendhalismo. Se ha señalado que en las páginas que sobre Stendhal nos ha dejado el stendhaliano Lampedusa encontramos al final la confesión del. paso del grado Rojo y negro al grado La cartuja de Parma: nos queda el pesar de que al autor de El gatopardo le haya faltado tiempo para una segunda e inevitable conversión a Henri Brulard (y a los Recuerdos de egotismo, una especie de apéndice de esta última).

Esos grados del stendhalismo poseen un valor objetivo y subjetivo: representan lo que, utilizando la famosa frase de Sobre el amor, podríamos denominar proceso de cristalización que se empieza a producir en la mente y en el ánimo del lector asiduo, del lector fiel, del lector que asume el lema Stendhal for ever (frase que era el ex libris de un stendhaliano cuyo nombre no recuerdo). Pero ponen también en evidencia de qué modo la obra de Stendhal encuentra su vértice en el magma, en el caos incandescente del Henri Broulard. El hecho de que se prefiera al final una autobiografía desordenada a dos novelas bien construidas, casi perfectas y de una vitalidad encantadora indica pura y simplemente que Stendhal es un escritor completamente distinto y que también es completamente distinto el lector que encuentra en sus páginas afinidades y confianza.

En el caso de otros escritores, la autobiografía, los momentos autobiográficos y los recuerdos sirven para ilustrar la obra toda; en el caso de Stendhal son la obra misma. Esto se puede comprobar también en Cellini o en Casanova; pero con estos dos escritores, con estos dos libros que son la historia de sus vidas, el' lector apasionado realiza una lectura, por decirlo de algún modo, anagráfica: es decir, de deslinde entre verdad y falsificación de los hechos, los datos y las fechas; una lectura bastante festiva, también aplicada a Stendhal y parte del propio stendhalismo. Sin embargo, ni en el caso de Cellini ni en el de Casanova entran en juego las razones del corazón, del conocimiento del corazón humano y de nosotros mismos. Respecto a Stendhal, sólo hay un único precedente: Montaigne. Y Stendhal tiene plena conciencia de ello. "He tratado de narrar como Montaigne", dice. Y lo dice con cautela: "De narrar". Ambos, en su tiempo, escribieron (como Auerbach comenta de Montaigne) para unos lectores que no existían, escribieron a la par que creaban sus futuros lectores. Ha sido preciso que transcurrieran por lo menos dos generaciones para alcanzar su nivel (como dice Nietzsche de Stendhal). Ambos se encuentran en eso que podríamos llamar el finis terrae de la literatura: allí donde empieza el océano tempestuosamente festivo -o festivamente tempestuoso- de la vida.

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