Tribuna:

La Reforma

Ahora lo entiendo. La confusión era ortográfica. Cuando hablábamos de reforma con entusiasmo consensuado, después de los funerales de noviembre, lo que pronunciábamos con las cuerdas vocales del inconsciente era la Reforma, con singular mayúscula protestante.Tuvo que acontecer el aniversario luterano para comprender retroactivamente el verdadero alcance y sentido de todos aquellos términos y eufemismos que intentaban explicar la transición. Lo que estaba pasando no sólo era que salíamos de la tiranía e irrumpíamos en una democracia, sino que nos hacíamos protestantes sin darnos cuenta. Y lo qu...

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Ahora lo entiendo. La confusión era ortográfica. Cuando hablábamos de reforma con entusiasmo consensuado, después de los funerales de noviembre, lo que pronunciábamos con las cuerdas vocales del inconsciente era la Reforma, con singular mayúscula protestante.Tuvo que acontecer el aniversario luterano para comprender retroactivamente el verdadero alcance y sentido de todos aquellos términos y eufemismos que intentaban explicar la transición. Lo que estaba pasando no sólo era que salíamos de la tiranía e irrumpíamos en una democracia, sino que nos hacíamos protestantes sin darnos cuenta. Y lo que aún es más exótico, sin abjurar del catolicismo. Al cabo de cinco siglos de Martín Lutero, un año después del triunfo socialista y diez días antes del 20-N, la metáfora de la Reforma protestante resulta más útil y esclarecedora de nuestra situación política y económica que el resto de las hipótesis explicativas.

Aquí no estamos haciendo la revolución marxista o marciana, ni siquiera la socialdemócrata. Aquí estamos hiciendo la Reforma protestante, como aquél hablaba en prosa sin Saberlo. O si se quiere, estamos liquidando las marmóreas consecuencias terrenales derivadas de la agobiante Contrarreforma.

Esa modernización de la que tanto nos habla el Gobierno consiste, para lo esencial, en la secularización del Estado, la separación radical entre el reino político y el Sermón de la, Montaña de los púlpitos y los cuarteles, la implantación de una rígida moral calvinista en los hombres públicos, el fomento de una rectitud civil burguesa, personal, liberal y familiar asentada sobre las incuestionables leyes de mercado, la función bienhechora -jamás revolucionaria- del Estado y la drástica reducción de la hasta ahora barroca liturgia política a los dos oficios famosos: predicar la palabra y administrar los sacramentos económicos ante el lecho de crisis.

Una reforma y una modernidad que ya tienen 500 años y que hubiera firmado el mismísimo Lutero. Pero si hasta las revueltas contra la reconversión industrial parecen encabezadas por Tomás Müntzer.

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