Tribuna:

La pistola de Escobedo

La luz fosforescente de la sequía, tan terrible como él ojo de un inquisidor, está llegando ya al fondo de los pantanos, y algunos ases¡nos, que en su día cometieron el crimen perfecto, hacen rogativas, imploran al dios de la lluvia e incluso se azotan con el rigor de los antiguos cofrades bajo este sol de justicia. Nunca mejor dicho. Para ellos, el fulgor del desierto, que avanza, puede convertirse muy pronto en un detective implacable. La visión de calaveras de vacas sobre los pastos cuarteados, el zumbido de avispas en los cauces se-cos o las cañerías taponadas con lagartos constituyen, sin...

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La luz fosforescente de la sequía, tan terrible como él ojo de un inquisidor, está llegando ya al fondo de los pantanos, y algunos ases¡nos, que en su día cometieron el crimen perfecto, hacen rogativas, imploran al dios de la lluvia e incluso se azotan con el rigor de los antiguos cofrades bajo este sol de justicia. Nunca mejor dicho. Para ellos, el fulgor del desierto, que avanza, puede convertirse muy pronto en un detective implacable. La visión de calaveras de vacas sobre los pastos cuarteados, el zumbido de avispas en los cauces se-cos o las cañerías taponadas con lagartos constituyen, sin duda, una calamidad, y habrá que hacer algo contundente para remediarlo. Pero ciertos asesinós, aunque no tienen intereses agropecuarios, están todavía más alarmados.

El verano pasado aparecieron ya varios cadáveres, y el nivel de las aguas sigue bajando peligrosamente en los embalses. Hasta ahora sólo han aflorado algunos cuerpos que esperaban el juicio final recostados en las primeras cotas: un pastor ignorado con una piedra en el cuello, una joven desconocida con los pies atados, un coche con un esqueleto al volante... Otros secretos del sumario están más abajo, y dentro de poco no se van a necesitar buzos, porque la mirada yerma del Creador llegará hasta lo más íntimo de la ciénaga. En el pantano de San Juan, la policía busca sin éxito la pistola de Escobedo. No hay que preocuparse. Con un poco de paciencia, lentamente, el estiaje acabará forzando a salir el arma homicida, y el sol victorioso estallará sobre ella.

En este país no existen lagos con monstruos ni manantiales de la doncella. Lo nuestro son esas presas levantadas en medio del erial cuyo espejo verdoso cubre historias de sangre, crímenes pasionales o venganzas financieras que ya se habían archivado. Puede ser una alucinación casi apocaliptica: bajo la tierra calcinada, el ganado muerto y los alacranes abrasados, la luz de la sequía, como el ojo terrible de un inquisidor, alumbrará en el fondo de los pantanos revólveres, fiambres, cuchillos, escopetas, hachas con pelos ensangrentados, suicidas olvidados y otros muertos que creíamos en Australia. Que llueva.

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