Reportaje:TEMAS DE NUESTRA ÉPOCA

Una literatura para el año 2000

Al final, Camilo José Cela creía que era senador; Buero Vallejo se pensaba revolucionario; y Miguel Delibes, cazador. En realidad son escritores, y esto quiere decir que siempre han sido lo que dicen, nunca lo que son. Cosas de la literatura, que siempre es verdad y mentira a un mismo tiempo, y cada época elige uno de los dos polos para explicarse mejor. Ahora prevalece la insistencia en la mentira, y el que busque realidades que se dedique a otra cosa.Pasaron ya los tiempos del realismo, de la literatura social y el compromiso: ahora es preciso contar historias, muchas historias, el cuento vu...

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Al final, Camilo José Cela creía que era senador; Buero Vallejo se pensaba revolucionario; y Miguel Delibes, cazador. En realidad son escritores, y esto quiere decir que siempre han sido lo que dicen, nunca lo que son. Cosas de la literatura, que siempre es verdad y mentira a un mismo tiempo, y cada época elige uno de los dos polos para explicarse mejor. Ahora prevalece la insistencia en la mentira, y el que busque realidades que se dedique a otra cosa.Pasaron ya los tiempos del realismo, de la literatura social y el compromiso: ahora es preciso contar historias, muchas historias, el cuento vuelve a recobrar su primigenio sentido, y la máquina cuentacuentos funciona a pleno rendimiento. Hemos reducido la, literatura, a uno de sus elementos -la ficción- como si la mentira fuera lo único capaz de hacerla libre de una vez. Ya podemos respirar a pleno pulmón.

RAFAEL CONTE

P., Buenos Aires

¿Cómo podría ser de otro modo? En ocasiones parece como si este siglo -el más trágico de toda la historia universal- le hubiese tomado gusto a esa misteriosa operación donde habita el olvido, como si la única solución para curar sus llagas fuera taparlas. Arrebatar a la literatura toda veleidad de alcanzar la verdad es una manera de evadir los problemas. Evasión, ésa es la palabra, que se desgrana en mil facetas desoladoramente felices: evasión, diversión, satisfacción placer.

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El reinado del terror

En unas recientes declaraciones a este periódico, Jean Baudrillard acusaba a la izquierda francesa y a sus intelectuales de preocuparse más por la verdad que por el funcionamiento de lo comunicado. Algo es cierto -venía a decir- no cuando lo es sino cuando funciona cómo si lo fuese, en el terreno de la comunicación. Al menos, el problema de la verdad y la mentira desaparece de este modo, es irrelevante. Si algo funciona como si fuera verdad, poco importa que no lo sea, y así resulta mucho más sencillo el otrora áspero sendero al paraíso.

Es curioso: hace veinte años pensábamos -pobres ingenuos- que la misión del intelectual era precisamente tratar de alcanzar la verdad. Pues bien, ahora ya la tiene y sin tratar de alcanzarla. Así de fácil. Pero aquellos eran años difíciles, y la persistencia de la dificultad nos acostumbró a la contingencia. Aprendíamos tarde y despacio. En la primera postguerra, nada más firmado el tratado de Versalles, nos despeñábamos en la ilusión ficticia de los felices veintes. Hubo vigías que nos advertían del peligro -Döblin, Koestler, André Gide al final- pero preferimos malinterpretar a Proust, al expresionismo, al surrealismo y hasta a la generación perdida norteamericana, y todos sabemos cuál fue el final: La dêbacle universal, Hitler y Austchwitz, Franco -por lo que nos toca-, Stalin e Hiroshima.

Fue un amargo despertar, y el triunfo del realismo, de la literatura social y el compromiso. Del horror de los noticiarios cinematográficos pasamos al de Koestler con El cero y el infinito, al de Constantin Virgil Gheorgiu con La hora veinticinco, y al existencialismo sartriano recorriendo el maltrecho mundo a tambor batiente. Con Víctor Kravchenko (Yo escogí la libertad), Igor Gouzenko o, Ian Valtin ascendíamos a duras penas los escalones de la guerra fría, y creíamos con George Orwell a pies juntillas, que 1984 era una profecía final. Salvo excepciones, se trataba de una mala literatura que nos mantenía despiertos, y nos instalábamos en nuestra opción partidista repletos de buena conciencia y malos libros.

¿Eran, de verdad, tan malos aquellos libros? No todos, desde luego, pero muchos sí. Casi habíamos llegado a saberlo últimamente, hasta que acabamos por reconocer que en la cumbre de otra ola no podemos juzgar el hueco de la anterior. Intentamos borrar el terror que planeaba sobre nuestras cabezas, y ahora el cielo es gris e indefinido, como un velo metálico que nos impide ver más allá. Nos basta con hozar en nuestros falsos placeres para pensar que si el paraíso no existe podemos convertir nuestra miserable morada en su posible imagen: ya estamos en el paraíso, tan artificial como todos los anteriores, pero sabemos por fin que la imagen de la verdad, cuando se comunica bien, funciona como si fuese la verdad misma.

Los nuevos paraísos artificiales

Hace medio siglo se especulaba sobre la influencia del cine en la literatura -los primeros éxitos de Graham Greene son testimonio- y luego de la televisión, y así sucesivamente hasta Regar al reinado de los medios de comunicación de masas, que perforan en profundidad la producción literaria de nuestros días, Y sin embargo, lo curioso es que la literatura universal proporciona sin cesar temas y argumentos al cine y a la televisión, mientras que todavía estamos por ver, en un libro, una obra maestra proporcionada por los medios de comunicación. Tal vez no sea ésa su misión y el imperialismo de la comunicación esté condenado: a divulgar, pero no a crear. Esa es la debilidad del totalitarismo massmediócrata, que más bien parece una condena: la de no poder pasar jamás de ser un parasitismo, un efecto secundario. El señor de los anillos existe, La guerra de las galaxias dura un par de temporadas.

Pero nos acomodamos a esta manera de ser, de conducirnos, de producir y consumir, que es de lo que se trata. Un coche no puede durar demasiado, no puede alcanzar niveles de calidad duraderos, pues se hundiría la industria del automóvil. ¿Por qué la literatura ha de gozar de otros privilegios? La noción antropológica de la cultura, por científica que aparente ser, convierte a todo en cultura. Y si todo es cultura, todo vale, ya estamos instalados en el paraíso, ha cesado nuestra búsqueda y podemos descansar tranquilos.

Nos acostumbramos al reinado del terror, y cuando el hombre se habituó a vivir en la contingencia el resultado fue el hedonismo, el desencanto, la subasta de falsos placeres, el consumo y el mercado. No sabemos qué es peor, acostumbrarse a lo malo, o a lo bueno. Hasta ahora, la literatura -la gran literatura- había escapado a las inexorables leyes del mercado. Hoy han cambiado las tornas, y sentimos que Albert Camus al describir a nuestros contemporáneos -"fornicaban y leían los periódicos"- sólo se equivocó en el medio: hubiera debido hablar de la televisión.

El imperio del "best-seller"

La crisis económica desencadenada en la primera mitad de los setenta se encargó de remover las aguas hasta llegar a la confusión final. Al milagroso mundo -occidental, desarrollado y postindustrial, no se olvide- de los sesenta, de la década prodigiosa, sucedió este otro, tenso, crispado, acelerado hasta para el amor y la violencia, que ahora conocemos: el inundo del terrorismo, del paro, de la inseguridad, de la estagftación que une la espiral inflacionista con la desaceleración económica. Con el cinturón apretado, sobre vientres hasta ahora bien alimentados, Occidente busca remedios y los encuentra, pero sólo al precio de incrementar hasta el paroxismo la velocidad de su huída hacia adelante.

La industria cultura¡ no es una excepción, y sus líneas de actuación van en el mismo sentido. Se publica más que nunca, se lee más que nunca tal vez, pero quizás al precio mismo de la lectura propiamente dicha, rápida, informativa, rápidamente archivada. Un libro se debe fabricar y vender al ritmo del periódico, cuya meta es ser producido y consumido en 24 horas -y a veces en menos- y en el mayor número posible de ejemplares. El "best-seller" sustituye así a los viejos éxitos de venta popular, a los folletines decimonónicos, y en resumidas cuentas hasta a los viejos romances de ciego.

Nuestros escritores más vendidos a principios de siglo eran Felipe Trigo, Vicente Blasco Ibáñez y don Armando Palacio Valdés. No hagamos las odiosas comparaciones de siempre: reflexionemos sobre su efímera suerte literaria, simplemente. Hace veinte años nuestros "best-sellers" eran José María Gironella y Ángel María de Lera, y hoy Fernando Vizcaíno Casas.

La ambición de ser un "best-seller" es algo perfectamente legítimo, y todo escritor, por elitista y minoritario que sea, pretende en el fondo serlo. Lo malo son los procedimientos que se utilizan, el empleo de métodos que superficializan y rebajan, la calidad artística del producto para hacerlo más comercial, para venderlo, para halagar al mercado. El fin no justifica los medios, y además los medios empleados condicionan el resultado final; que no suele ser otro que. el de la desaparición de la literatura.

La literatura reducida

No tienen estas líneas otra intención que la descriptiva, pues las condenas, en arte, no suelen jugar mayor papel que el de los acostumbrados elogios desmedidos que se subsumen en la nada. Y, porque además, no todo "best-seller" es malo. No lo eran todos los romances de ciego, ni Lope de Vega que decía hacerse el necio para complacer al vulgo necio, pasando en horas veinticuatro de las musas al teatro, ni los escritores que he citado anteriormente, y que cada cual coloque la excepción donde bien le venga, que ésto no es un texto crítico.

Pero, de hecho, la literatura -en su sentido más tradicional- siente hoy la tentación del refugio, de la reducción, de su propio paraíso particular, el de la

siempre dorada torre de marfil. Y así, la poesía más honrada, contemporánea y rigurosa, desde Mallarmé a José Ángel Valente, se encierra en sí misma, se hace perfecta, aislada, soberbia e irreductible, como si estuviera a siglos luz de distancia de un público abandonado a su propia suerte. No es que la tribu se haya quedado sin palabras: son las palabras las que prescinden de la tribu y permanecen allá arriba, espléndidas y maravillosas, suspendidas sobre un vacío repleto de hipotéticas cabezas.

La universidad, la crítica y el mito

La literatura parece un campo de batalla sembrado de cadáveres olvidados, un verdadero cementerio donde se apilan las obras ya consumidas y perdidas al parecer para siempre. Las academias son mausoleos y las universidades almacenes de arqueólogos -o de entomólogos de lo actual, en el mejor de los casos- La crítica literaria y la enseñanza han llegado a extremos fascinantes de sutileza y complejidad metodológicas. La literatura crítica se multiplica, se acerca a la producción más actual, y perece con ella. Porque, como en la literatura propiamente dicha, la crítica sabe que sólo puede pervivir si se convierte en creación, hasta el punto que Roland Barthes ya era un poeta cuando desapareció mucho antes de lo debido.

Pero los críticos y profesores han aprendido la lección, y se convierten en poetas, novelistas y dramaturgos con la mejor de sus desenvolturas. La pertinacia y habilidad de algunos ellos les permite traspasar las barreras de los media y llegar a un público más o menos amplio, y hasta alcanzar la efímera y ambigua gloria del "best-seller". Pero de alguna manera sigo pensando que las mejores narraciones de Fernando Savater son Criaturas del aire o La infancia recuperada (bueno, son libros de relatos), del mismo modo que Umberto Eco, en Apocalípticos e integrados y Lector in fabula resulta más novelesco que en su tan celebrada El nombre de la rosa, libro, por otra parte, merecedor de toda mi mejor admiración intelectual.

En busca de los signos

La literatura tradicional o la de vanguardia, la experimentación y el juego intelectual se refugian, por lo tanto, en la crítica y en los campus universitarios, tanto en España como en Francia, Italia o los Estados Unidos propiamente dichos, que son el faro industrial que labra nuestros caminos. La literatura será por lo tanto o de consumo o intelectual. Ya lo dijo Jean Paulhan hace medio siglo: la literatura en nuestro tiempo es de dos clases, la ilegible (que se lee mucho) y la buena (que no se lee), y así parece consumarse el divorcio entre el público y la literatura.

La cosa no es para tanto. En primer lugar, existe hoy en todo el mundo desarrollado, junto a la literatura de consumo y evasión, otra literatura que pocos, se atreven a llamar grande por su reduccionismo esencial, por aferrarse al mito, al intelecto, a la cultura más arriscada. Los escritores más conscientes de hoy, de Blanchot a Gracq o Tournier, de Grass a Handke o Thomas Bernhard, de Saul Bellow a William Gaddis, circulan por este camino, y algunos de ellos hasta acaban por conocer la popularidad. Algunos premios Nobel dejan estupefactos a periodistas y público en general. Bashevis Singer, Czeslaw Milosz y hasta Canetti pueden pasar con más pena que gloria, y tanto peor para la literatura.

Pero es que además no se puede olvidar que los géneros más populares se redimen de sus orígenes en muchos escritores estimables, de John Le Carré a Manuel Vázquez Montalbán, en un largo camino que va de Poe y Stevenson a Tolkien y Graham Greene. La novela policial, la de ciencia-ficción o la de terror, la erótica y hasta la pornográfica, pueden dar lugar a obras tan maestras como el experimento más arriesgado y escasamente comprensible por el común de los mortales. Aunque en este camino haya muchos cadáveres dignos de mejor suerte, como el de Philip Kindred Dick o los todavía vivientes Trevanian y Peter Straub.

Los caminos del futuro deberán tener en cuenta todas estas transformaciones, abrirse a toda suerte de influencias, pero al mismo tiempo hacerse más rigurosos y exigentes. La literatura debe utilizar los signos externos de este siglo atormentado hasta en sus orgasmos de falsa felicidad, porque todo reduccionismo es peligroso en el fondo.

Los márgenes centrales

En este aspecto es curioso y hasta paradigmático el papel que juega, en la industria cultural occidental, un fenómeno tan peculiar como el de la novela latinoamericana, que hasta ha llegado a recibir la consagración del premio Nobel para Gabriel García Márquez (sin olvidar a Miguel Ángel Asturias). Uno de sus colegas, Heinrich Böll decía recientemente en este periódico que en García Márquez se unen los dos polos entre los que se desgarra la literatura contemporánea: el compromiso y la poesía. Abandonemos el nombre, pero sigamos en el camino: en las letras latinoamericanas de este final de siglo existe un dominio técnico asombroso -algunos jóvenes se pasan, en excesos lamentables pero ilustrativos- y una conciencia de su situación real siempre presente.

Gabriel García Márquez hereda toda la gran literatura universal, y ha llegado a ser bastante impunemente un "best-seller". Es un juglar, y hasta el presidente Mitterrand, en su consagración, pensaba sentar a su mesa a un Homero del futuro. Bien es verdad que los escritores latinoamericanos utilizan una herramienta ya consagrada en la historia occidental, que es el castellano; pero tampoco hay que olvidar que se trata -o se trataba hasta hace poco- de una zona marginal, en nuestro mundo occidental, y que en estos mismas días Ronald Reagan sigue pensando que Lima es la capital de Bolivia (o algo así), en esa finca tan gigantesca como a sus ojos confusa.

En su libro Kafka: Por una literatura menor, Gilles Deleuze y Felix Guattari reclaman la fecundidad de lo marginal en la literatura. Marginalidad en los autores, en los idiomas, en las culturas, en los temas. Las letras latinoamericanas lo eran hasta hace poco, y hoy lo marginal se convierte en central, en esta búsqueda serenamente desesperada. No hay que luchar contra el consumo, sino dominarlo, no negarse al mundo, sino penetrar en él y luchar en él con sus propias armas, las de la sociedad industrial y las de sus peligrosos y triunfantes márgenes recuperados. Lo marginal es hoy lo central, lo de arriba no está tan abajo y lo de abajo es rescatable. Eso es lo que hacen los escritores más conscientes en este mundo infeliz que sigue buscando, bajo las bombas más cósmicas de su historia, el vellocino de oro.

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