Tribuna:

Protocolo

En plena refriega de las banderas entramos en la escaramuza del protocolo. Se quejan los presidentes autonómicos de los bajísimos lugares que ocupan en el nuevo protocolo del Estado, muy por detrás de ministros, embajadores y ex presidentes; únicamente por encima del jefe de la oposición y el alcalde del pueblo. La batalla simbólica continúa. Y continuará durante mucho tiempo, porque lo simbólico, como mostró Cirlot, es el abismo de nunca acabar.A mí no me escandaliza que se dispute por banderas, protocolos, emblemas, liturgias políticas o ceremonias sociales. A los que estos días repiten comp...

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En plena refriega de las banderas entramos en la escaramuza del protocolo. Se quejan los presidentes autonómicos de los bajísimos lugares que ocupan en el nuevo protocolo del Estado, muy por detrás de ministros, embajadores y ex presidentes; únicamente por encima del jefe de la oposición y el alcalde del pueblo. La batalla simbólica continúa. Y continuará durante mucho tiempo, porque lo simbólico, como mostró Cirlot, es el abismo de nunca acabar.A mí no me escandaliza que se dispute por banderas, protocolos, emblemas, liturgias políticas o ceremonias sociales. A los que estos días repiten compungidos que es intolerable que los hombres se peleen sólo por símbolos habría que recordarles que lo verdaderamente intolerable es la pelea, no los motivos que la provocan. Eso querría decir, para más inri, que son tolerables otro tipo de guerras entre ciudadanos; o sea, que hay razones o situaciones no simbólicas que exigen liarse a toletazos y pedradas, a tiros legales e ilegales.

Toda beligerancia, de hecho, surge por motivos rigurosamente simbólicos. El poder, las ideologías, los intereses económicos y sociales, el sexo, la justicia o las señas de identidad nacional son motivos que también pertenecen al orden simbólico; mejor dicho, son motivos que llegan a ser causas de enfrentamiento cuando se transforman en símbolos -cuando sus contenidos quedan reducidos a imágenes- y se imponen y viven de manera fanática. No todo símbolo es generador de hostilidad, naturalmente. Pero no existe beligerancia humana libre del contagioso pecado simbólico.

Atribularse porque las gentes disputan asuntos de banderas, protocolos y ceremonias no es una muy poderosa razón crítica en una sociedad productora y reproductora de simbologías e idolatrías al por mayor. El escándalo está en sostener que puede existir una violencia asimbólica; es decir, una forma de contienda entre hombres no fundada en el simulacro, la representación de las imágenes, la magia, la superstición, la mitología, la iconofilia, las liturgias o el fanatismo. Una violencia fundada en la razón. A los traficantes de símbolos sólo se les puede responder sin hipocresía desde la radical iconoclastia, nunca desde su propio lenguaje venéreo.

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