Tribuna:El asno de Buridán

Cuenta de pérdidas y ganancias

Asegura el padrecito Nietzsche en su libro Aurora que, entre todos los actos humanos, los que menos se comprenden son los que persiguen un fin. Hace muchos años que vengo reclamando -sin éxito alguno, dicho sea de pasada- la necesidad de leer más Nietzsche y menos encíclicas, aunque no fuere más que por meros motivos estéticos. A la vista de lo que acaba de acontecer en las últimas elecciones celebradas en España, pienso que puede pensarse en ir concediendo a Nietzsche patente de cientifismo.Los fines políticos se podrían clasificar en dos grandes grupos: reales y más o menos púdicament...

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Asegura el padrecito Nietzsche en su libro Aurora que, entre todos los actos humanos, los que menos se comprenden son los que persiguen un fin. Hace muchos años que vengo reclamando -sin éxito alguno, dicho sea de pasada- la necesidad de leer más Nietzsche y menos encíclicas, aunque no fuere más que por meros motivos estéticos. A la vista de lo que acaba de acontecer en las últimas elecciones celebradas en España, pienso que puede pensarse en ir concediendo a Nietzsche patente de cientifismo.Los fines políticos se podrían clasificar en dos grandes grupos: reales y más o menos púdicamente ocultos, por un lado, e imaginarios y aireados a los cuatro vientos, por el otro. Llamo fines imaginarios, por ejemplo, a los de querer resolver el paro desde el municipio, o acabar con el terrorismo a golpe de amenaza desde los parlamentos autonómicos, o pretender limpiar el aire de las ciudades o exterminar los gatos callejeros, según se trate de una entidad de población grande o pequeña.

Frente a tan varia nómina sólo hay un fin real, por mucho que se pretenda disimularlo bajo púdicas y muy distintas vestiduras: el del acceso al poder, y ningún otro. Ahora bien, de todos los actos políticos que nos ha tocado vivir en estos últimos tiempos, el que menos se entiende es el más relacionado con ese fin real que apunto. Obsérvese que, tras el escrutinio de los votos, no es posible dar con un partido político, por modesto y carpetovetónico que pudiera parecernos, que no se sienta satisfecho del resultado.

El poder político es, sin duda, algo tan flexible como ambiguo. A raíz de la llegada de los socialistas al Gobierno de la nación se especuló hasta la saciedad acerca de si, a la vez, habrían alcanzado también el poder, aunque tras la fulminante intervención en Rumasa y lo que después ha venido aconteciendo, parecen haberse diluido no pocas dudas a este respecto. Pero esa flexibilidad de la que hablo no puede llegar a serlo tanto y tan grande como para permitir que todos los partidos en liza se den por satisfechos con los fines alcanzados. ¿Acaso habremos concedido a la áspera y, en ocasiones, ruin escaramuza política en una fría conformidad estoica con las penas y zurras que acechan a todo candidato?

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Me temo que la clave de esta euforia (?) generalizada no vaya por ahí. Los políticos han aprendido de memoria la muy distinta lección que aplican a la más mínima oportunidad que se les presenta: la del escaso atractivo de los perdedores. Habría que volver a Nietzsche en busca de esas notas de la moral de la lucha que se opone triunfalmente a la ficticia figura de la caridad. Nadie quiere haber perdido, porque la derrota es una lepra contagiosa que hipoteca el futuro y marca a quienes forman en la trágica cohorte de los perdidosos por fatal naturaleza. De nada vale que una carrera política se encuentre, por lo general, salpicada de altibajos y oportunidades muy diferentes de éxitos y fracasos. El perdedor hiede con un tufillo capaz de oscurecer las conquistas y glorias pasadas, por evidentes que fueren, porque la vista de los partidos políticos se enfoca siempre hacia el horizonte futuro y jamás hacia los paisajes pretéritos. Y todo lo que no sea esto no es sino "situación heredada". Los fabricantes de imágenes políticas pueden maquillar cualquier fachada o actitud o manipular cualquier cosa o situación, pero en forma alguna pueden permitirse la exhibición de la más mínima idea asociada o referida a la derrota.

Y así, nos encontramos con una situación verdaderamente curiosa. Si todos los posibles resultados pueden interpretarse en clave de victoria, ¿en qué consiste el perder unas elecciones? ¿Tendremos que aceptar, sin más ni más, las consecuencias de un radical relativismo? ¿Hay medios, acaso, para distinguir lo que no es sino una estrategia tendente a salvar lo aún salvable de la quema? Cada hijo de vecino puede reírse, allá en su fuero interno, de los barrocos y aun churriguerescos análisis con los que se pretende justificar cualquier trance o sucedido, pero ¿tendremos que conformarnos con el escueto y siempre endeble juicio doméstico y personal?

Lo cierto es que el mundo de los hechos objetivos se encuentra tan devaluado, incluso en terrenos tan aparentemente firmes como los de las ciencias empíricas, que la tarea de buscar criterios firmes para el diagnóstico de la victoria o la derrota políticas puede acabar convirtiéndose en el cuento de la buena pipa. Aun así, me atrevería a reclamar la necesidad de ir desenmascarando la casuística en la que hemos desembocado en nuestro país tras estas últimas elecciones.

Por mucho que los conceptos políticos sean siempre provisionales y relativos, y por difusas y tenues que hayan de resultar sus fronteras, todavía cabe admitir la existencia de lo que los ingleses llaman el argumento de las buenas razones. Aunque no seamos capaces de definir con precisión casi nada, sí podemos probar a distinguir con cierta claridad cuándo y en qué momento detrás de las estadísticas, los cuadros comparativos y los análisis profundos no residen sino los harto patentes deseos de hacernos comulgar con ruedas de molino.

Copyright Camilo José Cela, 1983

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