Tribuna:

Rumbo al desastre

Cada vez que se reúnen en congresos, encuentros o seminarios, por desgracia cada vez más frecuentes, los intelectuales ponen en evidencia, con patética ingenuidad, el abismo que separa la idea que ellos tienen de su papel en la sociedad actual y el ningún caso que ésta hace de las pomposas jeremiadas o de las grandilocuentes admoniciones que los intelectuales enuncian con tan escasa utilidad como fortuna.Esta institución de los intelectuales es otra de las herencias que tenemos que agradecerle al Siglo de las Luces. El papel de Diderot, de Rousseau, de D'Alembert y de Condorcet en esa sangrien...

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Cada vez que se reúnen en congresos, encuentros o seminarios, por desgracia cada vez más frecuentes, los intelectuales ponen en evidencia, con patética ingenuidad, el abismo que separa la idea que ellos tienen de su papel en la sociedad actual y el ningún caso que ésta hace de las pomposas jeremiadas o de las grandilocuentes admoniciones que los intelectuales enuncian con tan escasa utilidad como fortuna.Esta institución de los intelectuales es otra de las herencias que tenemos que agradecerle al Siglo de las Luces. El papel de Diderot, de Rousseau, de D'Alembert y de Condorcet en esa sangrienta mascarada que fue la Revolución Francesa hizo creer que, en adelante, el Estado y sus instituciones harían bien en escuchar la voz de la nueva fauna, que, dueña de la verdad y con poderes inobjetables de vaticinio, conduciría el destino de hombres y de naciones. Los románticos acabaron de confundirlo todo. El papel de Chateabriand, de Lamartine, de Lord Byron o del duque de Rivas en el escenario político de sus respectivos países fue no solamente: desastroso, sino que vino a enturbiar y a distorsionar la imagen y el lugar que su extraordinaria obra literaria ocupaba en el panorama de su tiempo. Sólo con el paso de muchos años se puede acercar el lector a Las memorias de ultratumba sin que le estorbe la desafortunada y nada clara participación del vizconde en los ajetreos políticos de su tiempo.

El juicio de los intelectuales sobre los hechos y avatares de la política peca siempre de peligrosamente ingenuo. Léase si no lo que Thomas Mann escribió al respecto, o lo que le debemos a Neruda en este campo. En ambos casos nos hallamos ante una ceguera penosamente cercana a la necedad.

En cambio, nótese el cuidado con que un Rilke, un Joyce, un Proust, un Cavafys, un Pessoa o un García Lorca se niegan a participar o a opinar sobre algo tan desdeñable y pasajero como es el burdo maquiavelismo de primera mano que define y determina a la vida política y sus peligrosas comparsas. Pero, por desgracia, no es éste el ejemplo seguido por los intelectuales que insisten en juzgar y en moldear el complicado andamiaje de sórdidos intereses y pequeños egoísmos lamentables, que en lo último que piensan es en acatar la opinión de quienes ni en sueños se ha pensado invitar al nauseabundo pandemonium.

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Después de las matanzas de Chatila y Sabra, y de la agresión a Nicaragua, ¿queda acaso alguna duda sobre la atmósfera demencial y psicótica en que suceden estos y otros no menos lamentables episodios, provocados por políticos de una y otra orilla, con desvergüenza que más parece inconciencia de orates? ¿Y qué tiene que ver un hombre de letras, un creador de valores que vencen el tiempo y la precaria anécdota del poder, con tan insensata y monumental mascarada? Oigamos a Borges: "La política puede ser una de las formas de la superficialidad".

Quisiera apuntar algunos interrogantes que me inquietan respecto a la relación entre los militares y la iniciativa privada o clase dirigente -como se prefiera llamarla- en ciertos países de América Latina, cuyas desastrosas consecuencias están viviéndose, con trágica evidencia, en el proceso de descomposición padecido por muchos países de ese continente.

El caso no es nuevo y es su recurrencia la que despista nuestra curiosidad. El patrón ha sido, con leves variaciones, el mismo: hay un momento en que industriales, comerciantes, terratenientes y banqueros consideran que sus intereses y la marcha de sus negocios van a estar mejor protegidos por los militares que por los políticos profesionales; dueños hasta ese momento de la si bien es cierto, un tanto turbia, pero manejable y dócil, maquinaria de una democracia criolla de gamonales electoreros y de acartonados figurones protegidos por un gratuito prestigio de similor. El hecho se ha repetido en nuestras repúblicas en tan numerosas ocasiones durante los últimos 40 años que estaría por demás citar países y nombres por todos conocidos.

Me he preguntado, en mi ingenuidad de reaccionario con los ojos puestos en ejemplos históricos un tanto más permanentes y probados, de qué aberrante razonamiento pudo nacer en las clases adineradas de tales países la convicción de que las fuerzas armadas iban a ser los obsecuentes custodios, de sus intereses, y qué idea del poder, de cuño tan ingenuo, los llevó a pensar que seguirían siendo los amos después de inaugurar un camino que los ha llevado implacablemente a ser los servidores de una oligarquía castrense formada al vapor y hambrienta de poder. ¿Acaso se dieron cuenta de que era obvio que las grandes potencias hallarían un entendimiento más afín a sus propósitos y más dúctil a sus planes de control de tan apetitosas fuentes de materias primas en los militares que en las oligarquías de la industria, la banca y la tierra, diestras, se supone al menos, en la gestión de sus negocios?

Los militares de esos países han surgido en los últimos 30 años de una pequeña burguesía frustrada y sin horizontes, que sintió en carne propia y con implacable severidad el desprecio y la marginación a que la sometieron las famosas 10 familias, dueñas de la riqueza y de la maquinaria estatal, consideradas ambas como natural herencia y predio propio. ¿Cómo fue posible que no vieran el error suicida que cometían al desistir del perder político y entregárselo, sin beneficio de inventario, a las fuerzas armadas, en donde anidaban sus peores enemigos? Guardadas todas proporciones, la Roma de la decadencia cometió el mismo suicidio, pero al menos lo hizo con la demente grandeza que consignaron Suetonio y Tácito. ¿Qué dirán, me pregunto, en sus ahora abandonados y aparatosos mausoleos, los recios abuelos creadores de tanta riqueza al ver a sus nietos, acorralados en las impersonales torres de condominios de Bizcayne Boxilevard y de Coral Gables, en Florida, responsables por entero de la insensata rendición de su clase? Más vale ni pensarlo.

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