Tribuna:

El hotel del Abismo

Hace unos 20 años leí en un ensayo de Juan Goytisolo esta sencilla e inquietante afirmación: "Una de las paradojas de la época -y no de las menores- radica en que los artistas e intelectuales peleemos por un mundo que tal vez sea inhabitable para nosotros". Recuerdo que entonces me sentí sacudido y hasta escribí un poema sobre aquel prematuro estremecimiento. Tuve la sensación de que algo en mí aprobaba esa reflexión y también de que algo la contradecía.Hoy, tras cuatro lustros, mi míster Hyde y mi doctor Jekyll preguntan a dúo: vamos a ver, ¿por qué mundo peleamos? La respuesta es obvia, como...

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Hace unos 20 años leí en un ensayo de Juan Goytisolo esta sencilla e inquietante afirmación: "Una de las paradojas de la época -y no de las menores- radica en que los artistas e intelectuales peleemos por un mundo que tal vez sea inhabitable para nosotros". Recuerdo que entonces me sentí sacudido y hasta escribí un poema sobre aquel prematuro estremecimiento. Tuve la sensación de que algo en mí aprobaba esa reflexión y también de que algo la contradecía.Hoy, tras cuatro lustros, mi míster Hyde y mi doctor Jekyll preguntan a dúo: vamos a ver, ¿por qué mundo peleamos? La respuesta es obvia, como una pancarta: por un mundo de justicia y libertad. Pues bien, ¿por qué un mundo de justicia y libertad ha de ser inhabitable para nosotros intelectuales? ¿Será que somos injustos y/o liberticidas? ¿O será más bien que tenemos de la libertad y la justicia, un concepto abstracto, y éste, como sucede casi siempre con las abstracciones, esté destinado a desajustarse ante la realidad monda y lironda?

Lo cierto es que en estos últimos 20 años he llegado a la conclusión de que ese mundo por el que bregamos será habitable (a menos que algún delirante lo haga estallar) para todos, incluido, por supuesto, el intelectual. Por algo dijo Gramsci que "todos los hombres son intelectuales". Precisamente Gramsci, como todos los que avanzan y ayudan a avanzar, se aferraba (casi diría que científicamente) a una utopía, y a esta altura, cuando la historia ha demostrado que la utopía es normalmente una antesala del realismo, no vamos a caer en el error de vaciar de utopías nuestras Weltanschauung. Jesús, Marx, Bolívar, Gandhi, que saben de esas cosas, nos apoyan.

Otro intelectual que opina sobre intelectuales es André Gorz: "El intelectual aparenta asumir sobre sí mismo la realidad para responder de la misma, y al hacerlo demuestra que asumirla es tener horror de ella". Esa contradictoria postura, que empieza en revelación y acaba en rechazo, constituye algo así como una encrucijada, ya no meramente táctica sino, sobre todo, ideológica. Cuanto más aguda sea la labor esclarecedora (en primer término, ante sí mismo) del intelectual, y cuanto más sagaz sea su método interpretativo de la realidad, más nítido va a aparecerle el rumbo de la justicia, y más consciente será de los riesgos que ella implica.

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Tal vez sea Gorz demasiado subjetivo cuando sintetiza esa conflagración íntima en la palabra horror. No todos los intelectuales experimentan horror (quizá la explicable excepción sea nada menos que Einstein, y sus razones tenía) frente a las respuestas-realidad que ellos mismos convocan.

Militantes de la utopía

Está visto que en materia de libertad no se puede ser frívolo. Toynbee dijo cierta vez a un periodista que sí bien en Europa la libertad importaba más que la justicia, en América Latina, en cambio, la justicia importa más que la libertad. Siempre hay, por supuesto, matices que son influidos por la circunstancia; por eso, cada época tiene sus prioridades. Pero, ¿qué margen le va quedando al intelectual para actuar libremente en el asfixiante e injusto contexto del subdesarrollo? En los países latino americanos, y no sólo en los que padecen dictaduras, el intelectual hace a veces, como ha señalado Fernando Brumana, "el papel del pariente pobre sentado en la mesa del gran señor".

En materia de política, por ejemplo, el intelectual suele ser un especialista en la cuerda floja; la inseguridad lleva a veces a la frustración y ésta directamente al callejón sin salida. Suele ocurrir, es cierto, que un escritor saque excelente partido artístico de una etapa de frustración, pero también puede suceder que quede girando alrededor de sí mismo, sin lograr el envión espiritual que le permita dar el famoso salto cualitativo y no tan sólo el brinco experimental.

Filósofos como Marcuse y Horkheimer criticaron duramente la sociedad de consumo, pero como no tenía una salida verosímil que proponer terminaron por instalarse en los supuestos esenciales que eran la garantía de ese mismo contorno. No hay más torres de marfil, aleluya, pero (como alguien dijo, sin demasiada razón, sobre Theodor W. Adorno) ciertos pensadores se alojan "en una confortable habitación del hotel del Abismo". Aunque predican sobre el mundo, son en realidad moralistas del vacío. Descartan todas las propuestas, derriban todas las esperanzas. Manejan la libertad no como una conquista sino como un fetiche.

Sabemos que nuestra muerte personal nos espera puntualísima en la meta, pero si algo nos reconforta y reivindica es nuestra insólita confianza en la supervivencia de la humanidad. Y bien, es justamente esta supervivencia la que ahora se halla al borde del abismo, y qué extrañas circunstancias se habrán dado para que ideólogos y hombres de acción, sacerdotes y pacifistas, marxistas y conservadores, eróstratos y bomberos, presencien hoy con un nudo en la garganta cómo el destino del planeta y de nosotros planetarios está en las manos de un anciano que no distingue Brasil de Bolivia y basa sus discursos en artículos del Reader's Digest.

De cualquier manera, aunque el hongo nuclear esté a la vuelta de la página, el intelectual debe seguir cooperando tozudamente en la transformación, y también debe prepararse para habitar un mundo transformado. Ya no sirve arrendar confortables habitaciones del hotel del Abismo, así se trate de un Abyss Hilton. Sí en algún aciago día, uno o varios líderes mundiales se deciden por el holocausto, hotel y abismo se confundirán, y no habrá Standard Life que nos indemnice ni Homero que cante esa nueva Troya. Sea por instinto de conservación o por conciencia de progreso (a estos efectos vienen a ser lo mismo), no nos queda otra opción que convertirnos en fervorosos, indefensos, activos militantes de la utopía. De la utopía de sobrevivir.

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