Editorial:

'Me gusta ser una zorra'

LA QUERELLA por escándalo público interpuesta por el fiscal de la Audiencia Territorial de Madrid contra Carlos Tena, director del espacio televisivo La caja de los ritmos, y los autores de la letra de la canción Me gusta ser una zorra, interpretada en ese programa por el conjunto Las Vulpes, ha atracado, por las ironías azarosas del reparto, en el muelle del Juzgado de Instrucción número 21, famoso por los secuestros de la revista Cambio 16 y los procesamientos de periodistas realizados por su titular, el magistrado Jiménez Alfaro.Las primeras noticias acerca de la interp...

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LA QUERELLA por escándalo público interpuesta por el fiscal de la Audiencia Territorial de Madrid contra Carlos Tena, director del espacio televisivo La caja de los ritmos, y los autores de la letra de la canción Me gusta ser una zorra, interpretada en ese programa por el conjunto Las Vulpes, ha atracado, por las ironías azarosas del reparto, en el muelle del Juzgado de Instrucción número 21, famoso por los secuestros de la revista Cambio 16 y los procesamientos de periodistas realizados por su titular, el magistrado Jiménez Alfaro.Las primeras noticias acerca de la interposición de esa querella fueron despachadas, en medios oficiales y judiciales, como una broma de mal gusto o como un burdo intento de desprestigiar, mediante este inverosímil rumor, al fiscal general del Estado y, por su intermedio, a todo el Gobierno. Una vez comprobado que la información era correcta, se formuló la hipótesis de que alguien había colado un gol a Luis Burón, supuestamente ignorante de una decisión adoptada a sus espaldas. Sin embargo, la iniciativa de esta querella partió del propio fiscal general del Estado, tan cauto, por otra parte, al solidarizarse con su predecesor en el cargo, para oponerse a la absolución del periodista Xavier Vinader por el Tribunal Supremo. Parece estar, en cambio, fuera de duda que el ministro de Justicia y el Gobierno no dieron instrucciones a Luis Burón en este asunto. Queda, pues, abierta la incógnita sobre la capacidad del actual fiscal general del Estado para seguir desempeñando un cargo que no sólo exige contar con la confianza del Poder Ejecutivo, sino que también precisa de su titular la sensibilidad necesaria para sintonizar con los valores de la mayoría parlarnentaria y de su electorado.

El artículo 124 de la Constitución atribuye al ministerio fiscal la misión de "promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley". Pero ni el texto constitucional, ni la jurisprudencia de los tribunales, ni la doctrina de los penalistas confian al fiscal general del Estado el exorbitante privilegio de definir, por su cuenta y riesgo, y en forma unilateral, conceptos abstractos como moral pública, pudor y buenas costumbres. Al querellarse contra la canción Me gusta ser una zorra, el fiscal general del Estado ha aplicado los artículos 431 y 432 del Código Penal, definidores del escándalo público, como si nuestra normativa pena¡, promulgada por el anterior régimen, no tuviera que ser interpretada necesariamente a la luz de la Constitución, que ampara las libertades, el derecho a la discrepancia y la protección a la diferencia. Nuestra norma fundamental no sólo establece "la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos", sino que también consagra el pluralismo en todos los campos, incluido el ámbito de la moral y de las costumbres. Resulta, así, que mientras el Congreso acaba de aprobar una elogiable reforma del Código Penal, orientada a adecuar su articulado a los principios constitucionales de la libertad de conciencia y a las transformaciones sociales, Luis Burón ha dejado en mantillas a los censores del franquismo -que autorizaron finalmente el Diccionario secreto de Camilo José Cela-, al querellarse contra la letra de una canción interpretada por un modesto conjunto musical.

Esta absurda decisión del ministerio público no sólo se contradice con la sensibilidad de sectores importantes del electorado socialista y con los valores constitucionales de la tolerancia y el pluralismo, sino que ofrece también serios reparos en el campo estrictamente penal. Juristas y críminalistas han defendido siempre el principio de la intervención mínima del Estado a la hora transformar en comportamientodelictivo una conducta. El Derecho Penal tiende a definirse como última razón legal y a circunscribir su acción al campo de lo estrictamente imprescindible. Para que una conducta sea delictiva, para que un comportamiento ingrese en el Código Penal, debe amenazar bienes que no sólo merezcan y necesiten ser protegidos, sino que puedan prácticamente recibir tal amparo. Ahora bien, la moral pública y las buenas costumbres no son la misma cosa para todos los miembros de una sociedad pluralista, de forma tal que el merecimiento y la necesidad de su protección generalizada carecen propiamente de objeto. Por añadidura, la injustificada pretensión de que una persona -aunque sea un fiscaltenga derecho a imponer al resto de la comunidad su peculiar definición de la moral pública y de las buenas costumbres se convierte en una arbitrariedad cuando se recurre al Código Penal. Tentativa, por lo demás, a la larga, inútil. Porque la inquisitorial actitud, de tratar de proteger penalmente las costumbres y la moral pública, tal y como las entienda una minoría, está condenada al fracaso. Ningún código criminal puede obligar a la juventud de un país a no tocar, no cantar o no escuchar un determinado tipo de música, gústenle o no al fiscal general del Estado sus letras y sus estribillos.

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