Tribuna:

Leyes, jueces y periodistas

El cambio político y legal -y el cambio de los espíritus también- se produjo en España hace varios años ya, con el restablecimiento de las libertades, que tras varios lustros de secuestro, han florecido de nuevo en nuestra tierra. Entre ellas, y en primer lugar, como vanguardia y garantía de todas las demás, a las que sirven de símbolo o cifra, las libertades de información y de expresión.Sin embargo, en los últimos meses, con una lamentable frecuencia que empieza a ser inquietante, surgen noticias de procesos de informadores, de periódicos que se secuestran, de periodistas que son condenados....

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El cambio político y legal -y el cambio de los espíritus también- se produjo en España hace varios años ya, con el restablecimiento de las libertades, que tras varios lustros de secuestro, han florecido de nuevo en nuestra tierra. Entre ellas, y en primer lugar, como vanguardia y garantía de todas las demás, a las que sirven de símbolo o cifra, las libertades de información y de expresión.Sin embargo, en los últimos meses, con una lamentable frecuencia que empieza a ser inquietante, surgen noticias de procesos de informadores, de periódicos que se secuestran, de periodistas que son condenados. El asunto merece un atento examen y una reflexión que conduzcan a determinar sus causas y a identificar los remedios que eviten en el futuro esta discordancia entre el ambiente general de libertad de España y esos casos de lesión de las libertades concretas de información y de expresión. Dentro de pocas semanas va a tener lugar en Amsterdam la 32 2 asamblea anual del Instituto Internacional de Prensa, que el año pasado se reunió en Madrid y tuvo el honor de escuchar en su sesión de apertura el discurso inaugural del rey don Juan Carlos, y, en su última jornada de trabajo, las intervenciones del entonces presidente del Consejo de Ministros, Calvo Sotelo, y del entonces también líder de la oposición y ahora jefe del Gobierno, González Márquez.

La Constitución española es inequívoca en el reconocimiento y amparo de las libertades individuales y públicas (artículos 16 a 19), así como de los derechos de expresión, comunicación y difusión de ideas y de información.

¿Qué es, pues, lo que sucede y da ocasión a hechos tan contradictorios con la inspiración y con la letra de la Constitución como los que acabo de aludir unos párrafos antes?

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Ocurre, y puede seguir ocurriendo, inevitablemente, que se produzcan fallos humanos por parte de algunos jueces y de algunos periodistas. Como decía Cicerón, en un discurso contra Marco Antonio el año 43 antes de Cristo, "cualquier hombre se puede equivocar", expresando con estas palabras una regla a la que no escapan ni los representantes del poder judicial, por competentes y respetables que sean, ni tampoco los informadores. Pero, en ese mismo pasaje de la última filípica de Cicerón, la sabiduría antigua, hablando por la boca del ilustre orador, añadía a renglón seguido que, sin embargo, "es exclusivo de los necios perseverar en el error".

¿Dónde reside el origen del error, que en latín, igual que en castellano, no sólo significa creencia falsa sino también desvío, equivocación o puro desacierto? Muy probablemente, y a mi juicio personal con toda seguridad, en determinados preceptos del ordenamiento legal todavía vigente como residuo de la época predemocrática, y en otros adoptados después bajo el reinado de la libertad, con el acuerdo explícito de los principales partidos. Tal cosa sucedió, por lo menos, en dos ocasiones relativamente recientes, en las que algunos parlamentarios de ideología y significación liberal nos vimos obligados a votar en contra de lo acordado por nuestros respectivos grupos, o a estar ausentes de la sesión de la Cámara correspondiente.

Me refiero a la reforma, aún vigente, del Código Penal que añadió los artículos 174 bis y 216 bis y modificó otros pasajes de ese cuerpo legal y del de Justicia Militar, a propuesta del ministro de Justicia, Fernández Ordóñez, en abril de 1981. Lo mismo habría que decir de los párrafos 3 y 5 del artículo 7 y de los 1 y 2 del artículo 9 de la ley de protección del honor, la intimidad, etcétera, del sucesor de Fernández Ordóñez, el ministro Cabanillas, de mayo de 1982.

Esos preceptos han de ser suprimidos o redactados de otra manera. No han servido ni sirven para lo que los pensaron entonces los más importantes partidos parlamentarios: presuntas finalidades que no compartíamos tampoco entonces bastantes periodistas y políticos liberales. Igualmente, han de ser sometidas a un cuidadoso repaso de las disposiciones de todo orden, desde artículos de leyes hasta circulares de la Administración de otras épocas, que no hayan sido objeto de una derogación formal y explícita y se encuentren en contradicción con los artículos del título primero de la Constitución, en que se recogen y amparan los derechos y libertades fundamentales de la persona y del ciudadano. A esta empresa, algunos podríamos aportar la experiencia del pequeño grupo de periodistas y parlamentarios liberales de la anterior legislatura que elaboramos un catálogo de la jungla legislativa que es preciso talar.

Porque, mientras todas esas leyes o disposiciones no sean abolidas o sustancialmente modificadas, aunque en muchos casos hayan caído en desuso, siempre habrá jueces que se sientan legalmente obligados, aun contra lo que sería su deseo, a aplicarlas. Aparte de que también pueden existir algunos que anden, como Diógenes, con un candil en su busca, hasta descubrir un precepto que les permita secuestrar un periódico o condenar a un periodista por hechos que en los países de nuestro universo cultural y político no se consideran delictivos. Una vez más he de repetir que la mejor legislación de Prensa es la que no existe. Los medios de comunicación deben ser gobernados por la legislación general, civil, mercantil, administrativa, etcétera, que rige las demás industrias; y la profesión, por ella misma, bajo la inspiración de una especie de press council. Los periodistas son los que son, y no solamente los que poseen determinado diploma y sólo ellos; y las empresas son industrias que fabrican y comercios que venden.

Los periodistas y los medios no están ni quieren hallarse enfrentados con los jueces, ni aspiran a arrogarse privilegios odiosos. Los magistrados tienen que aplicar el arsenal jurídico que los legisladores y los gobernantes les ofrecen. Los primeros han dado sobradas pruebas, casi siempre, en estos años de sentido de la responsabilidad en su función de informar. Los segundos, en su totalidad moral, han demostrado que están a la altura de los tiempos y a la hora actual de España.

Permítame el lector una nota final, casi una nota a pie de página, para la historia de la Constitución y de las libertades españolas. El apartado 5 del artículo 20 de la Constitución dice literalmente: "Sólo podrá acordarse el secuestro de publicaciones, grabaciones y otros medios de información en virtud de resolución judicial". Este texto es el de una enmienda que presentó el senador aragonés de la Legislatura Constituyente Isaías Zarazaga a la redacción que procedía del Congreso de los Diputados. En seguida tuvo el apoyo de la Comisión Constitucional que presidía José Federico de Carvajal, actual presidente de la Cámara. Ni el Pleno del Senado ni la comisión mixta interparlamentaria, de la que formaba parte yo, introdujeron ninguna modificación. Y ese apartado 5 fue entendido por todos los constituyentes no como una facultad que se otorgaba a alguien, sino como una protección de las libertades de información y de expresión. Con ese texto, ambas quedaban bajo el amparo del poder judicial, del cual el artículo 117,1 de la misma Constitución dice que es independiente, responsable y que únicamente está sometido al imperio de la ley.

Antonio Fontán, ex presidente del Senado y antiguo director del diario Madrid, es presidente de la sección española del Instituto Internacional de Prensa.

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