Tribuna:El asno de Buridán

El derecho a la no réplica

El honesto contribuyente español, sobre todo el que vive relacionado, de forma aún remota e indirecta, con los medios de comunicación -de masas -¡qué éxito el de este ingenuo señalamiento tecnócrata!-, se muestra un tanto alborotado en estos últimos tiempos ante la amenaza de una ley que podría obligar a la Prensa, la radio y aun la televisión a conceder el derecho de réplica en términos que quizá acaben resultando tan ambiguos como farragosos. Durante mi breve incursión en la vida parlamentaria vi pasar ante mis senatoriales narices no pocas leyes y una Constitución, redactadas con tanta preo...

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El honesto contribuyente español, sobre todo el que vive relacionado, de forma aún remota e indirecta, con los medios de comunicación -de masas -¡qué éxito el de este ingenuo señalamiento tecnócrata!-, se muestra un tanto alborotado en estos últimos tiempos ante la amenaza de una ley que podría obligar a la Prensa, la radio y aun la televisión a conceder el derecho de réplica en términos que quizá acaben resultando tan ambiguos como farragosos. Durante mi breve incursión en la vida parlamentaria vi pasar ante mis senatoriales narices no pocas leyes y una Constitución, redactadas con tanta preocupación por su trasfondo jurídico que acababan estrellándose en la escollera de muy extrañas construcciones gramaticales; no me parece que la paulatina y lógica normalización parlamentaria haya conseguido mejoría alguna en esa peligrosa línea de la imprecisión lingüística en aras de una más que dudosa precisión política. Y prefiero no hurgar en las sorprendentes fórmulas al estilo del famoso me contradizco que pudieran ser fuente de renovación de la lengua a poco que el pueblo atendiese algo más a los padres de la patria y algo menos a los traficantes de marihuana -perdón, quise decir maría- y heroína -¿dónde tengo la cabeza?; mi idea fue pronunciar caballo-.Me temo que la ley que pretenda regular el derecho de réplica sea tan plúmbea como desconcertante. Y lo peor y lo que más me preocupa es que venga a resultar también dramática y radicalmente errada.

La réplica es tarea de la desesperanza, por mucho que se pretenda ampararla en una norma con rango de ley. Y apoyo mi sospecha en dos razones: la falta de tiempo y la inutilidad. Cualquiera que goce de lo que, de forma no poco ambigua, aunque quizá suficiente para entendemos, pudiéramos llamar con el huidizo y heroicamente cursi título de dimensión pública, tendría que dedicar sus horas a la cotidiana réplica de todo lo que por el país adelante se dice o se escribe sobre su persona, su pensamiento y su conducta. También necesitará una oficina de seguimiento de calumnias capaz de leerse todo cuanto aparezca en las más remotas tribunas y bajo los más insospechados y recoletos pies editoriales. Tampoco me extrañaría que proliferasen las empresas dedicadas a rastrear y grabar lo emitido por las innúmeras emisoras de radio que la frecuencia modulada ha ido esparciendo por todos lados, lo que hará aún más seguro el hallazgo de improperios y más frágil y quebradiza la salud de quienes andan preocupados por su imagen. Pudiera ser que, a la postre, se consiguiere el propósito de los legisladores, ya que nadie que ose meterse en tan sublime cadena de paranoias podrá mantener por mucho tiempo la actividad a la que debió su renombre y su clientela. Dícese que la rabia muere con la muerte del perro, aunque quizá todavía tengan algo que añadir quienes quedan vivos.

Quisiera reivindicar aquí, con la seguridad que me proporciona la convicción de que no se me ha de hacer caso alguno, el derecho a la no réplica, el absoluto e ¡limitado derecho a la intimidad hasta en el insulto. Cuando se regule por ley la posibilidad de réplica, la costumbre se encargará -de convertir ese derecho en un deber. Ante la más descabellada acusación que pueda inventarse un periodista (y el porcentaje de los estúpidos o de los irresponsables que, además, se dedican al periodismo, no es menor al de cualquier otro oficio: camarero, poeta, catedrático de universidad o buzo), o ante la noticia confidencial que cualquier desaprensivo esté dispuesto a verter en la primera oreja que se le ponga a tiro, el presunto beneficiario de la ley de réplica se habrá convertido, de golpe y porrazo, en alguien a quien ni siquiera se concede la presunción de inocencia. O, lo que es peor: se verá obligado a replicar o cargará sobre sus espaldas con la fundada sospecha que le acarrea su silencio. El aludido -y dramático y paradójico- beneficiario tendrá que aportar pruebas de que no está liado con la mujer de ningún banqupro, ni tiene un hijo oculto en la comunidad chiita de Astorga, ni mira con buenos ojos a los tiernos mocitos del colegio de al lado, ya que si no lo hace, si se calla, se le juzgará por los ocultos motivos que le impiden o, al menos, le dificultan la réplica.

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Puestos en esa idea, mantengo la injusticia de una ley que puede conducir a la insólita necesidad de aportar pruebas o ser, sin más, condenado, por mucho que las acusaciones rocen el terreno de lo folklórico y no se basen sino en meros decires, y no en prueba alguna. En ocasiones, algunas de ellas bien recientes, he padecido en mis propias carnes el asedio de quienes gozan de delirio fiscal, y me he defendido siempre con el arma que me es más grata y que mejor conozco: la indiferencia, el desprecio, el silencio. Ni escribo cartas de réplica a los directores de los periódicos, ni contesto a las cuartillas que pretenden, al alimón y al tiempo, insultarme, aleccionarme y enmendarme, ni utilizo mí pluma para desfacer yerro ni entuerto alguno. Quizá algún día me decida a publicar todo ese material tal como llegó a mis manos y sin comentario alguno, lo que supongo que no podría considerarse como réplica. Quizá también incluya un apartado de feroces misivas huérfanas a las que ampararía bajo una dedicatoria que dijese: a mis comunicantes, merced a cuyo anonimato he podido cobrar los derechos de autor. Pienso que sería algo así como un corte de mangas histórico y también la glorificación del silencio, del derecho a huir del humillante trance de la réplica que ahora, quizá con la mejor voluntad del mundo, quieren imponernos.

Registered: Camilo José Cela, 1983.

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