Tribuna:

La metástasis

Ya no existe consuelo ni en el sosegante tedio de la cena de los viernes. Cena de matrimonios, se entiende. La faz de Boyer apaisada en la bechamel, Ruiz-Mateos circulando en el vertido del paternina y Arthur Andersen presentándose con su porte adusto en la factura de la camarera. Todos los comensales hablan del enigma.El público ama el misterio y, por si faltaba poco, kilos y kilos de documentos han sido carbonizados o transportados en la nocturnidad, que viene a ser lo mismo. El secreto no sólo existe, pesa ahora convertido en resmas de papeles ocultos; y esta intriga es, más q...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Ya no existe consuelo ni en el sosegante tedio de la cena de los viernes. Cena de matrimonios, se entiende. La faz de Boyer apaisada en la bechamel, Ruiz-Mateos circulando en el vertido del paternina y Arthur Andersen presentándose con su porte adusto en la factura de la camarera. Todos los comensales hablan del enigma.El público ama el misterio y, por si faltaba poco, kilos y kilos de documentos han sido carbonizados o transportados en la nocturnidad, que viene a ser lo mismo. El secreto no sólo existe, pesa ahora convertido en resmas de papeles ocultos; y esta intriga es, más que otra la vigorosa herencia emocional que deja Rumasa para sostén del espectáculo en vivo. Las autoridades políticas, económicas y judiciales se aproximan con su instrumental a la bestia expropiada. Harán la autopsia: investigarán, justipreciarán, apartarán los restos sanos de lo enfermo en un cuerpo que creció con la voracidad del cáncer. ¿Alcanzarán, sin embargo, tales instancias a revelarnos el secreto de esa abrumadora metástasis de riqueza?

La intención gubernamental de grabar su acción con caracteres protectores y ejemplarizantes tiene un indudable valor moral, pero nadie ha de discutir el tono plomizo que adquieren, en general, los argumentos morales (y más si son indubitables). Con frecuencia nos hemos salido del cine antes de que dieran la extremaunción al antagonista o le abandonara literalmente la novia honesta. Todo eso parece conocido de antemano.

Lo que continúa siendo atractivo reside ahora en conocer no el estado de la agonía de Rumasa, sino en cómo se hizo (y se hace) para llegar a este taumatúrgico final. Es decir, ¿cómo se puede pasar, por ejemplo de un capital de 300.000 pesetas a facturar, en veinte años, 350.000 millones? O también, cómo se pueden deber a Hacienda 20.000 millones sin que a uno le embarguen el coche y la lavadora.

El misterio nimba el corazón de los telespectadores. Y, ciertamente, hasta que el Estado no aparezca con el secreto brillando entre sus dientes, el mito de Rumasa puede ser, cena tras cena, superior a su pecado.

Archivado En