Cartas al director

El derecho a la cultura

El derecho a la libre expresión es un derecho reconocido en multitud de papeles donde se codifican estas cosas. Porque nuestra sociedad, la sociedad de la libre iniciativa, como dice Fraga, tiene una especie de ficheros donde, además de fichar a sus indeseables, se fichan sus derechos. Lo malo es que tal derecho, en la realidad, viene siempre definido en términos de posibilidades económicas, sucediendo como con el derecho al trabajo que tiene todo ciudadano, mientras se superan los dos millones de parados. Pero quizá el más deslumbrante de todos los derechos, aquel que, como la Academia...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

El derecho a la libre expresión es un derecho reconocido en multitud de papeles donde se codifican estas cosas. Porque nuestra sociedad, la sociedad de la libre iniciativa, como dice Fraga, tiene una especie de ficheros donde, además de fichar a sus indeseables, se fichan sus derechos. Lo malo es que tal derecho, en la realidad, viene siempre definido en términos de posibilidades económicas, sucediendo como con el derecho al trabajo que tiene todo ciudadano, mientras se superan los dos millones de parados. Pero quizá el más deslumbrante de todos los derechos, aquel que, como la Academia del imperio, "da luz y esplendor", es el derecho a la cultura. Si fuera creyente, diría que este derecho es una auténtica virtud cardinal, pero tantas veces he mirado por la cerradura del infierno, que he llegado a convencerme de que las virtudes, o tienen un fin -la mayoría de las veces, económico-, o no sirven de nada en nuestra sociedad. La incógnita que lleva encima quien aprende algo es siempre la misma: "¿Quién se aprovecha de mi saber?". Porque la cultura es usada también en nuestra realidad social como un arma de opresión de unos sectores sociales contra otros. Más aún: la cultura es una de las mejores armas de opresión, porque realiza su faena en el nombre de la razón, de los argumentos. El intelectual que se acoge a esa posibilidad de hacer lo blanco negro que le ofrece el ser un especialista que se mueve con soltura por las diferentes jergas en la zona centro: del saber ofrece una imagen de servicio, sujeta a la clase social de donde se procede o a la que se aspira.Nuestra sociedad no deja de ofrecer una realidad graciosa en todo este asunto. Resulta que los más pobres tienen además la desgracia de ser los más incultos, que, si admitimos la existencia del derecho a ser culto, tendremos que concluir que son también los más tontos. La realidad muestra a diario cuanto he dicho, y Savater lo confirma. Cuando se lee el pliego de descargo en que Savater nos disculpa de que él apoyara el asunto Valladares, uno comprueba la altura de miras que rige su horizonte humano. Es el servicio siempre de servir a la libertad. Lo malo es que desde ese servicio también se puede ayudar, por poner un ejemplo dentro de nuestro país, a esclarecer lo que está sucediendo con el fenómeno GRAPO, donde da la impresión de que, a través de la aplicación de la ley de fugas, van desapareciendo los hombres y mujeres que algún día nos podrían dar algo de luz sobre este fenómeno. Savater eso no lo hace. Vivimos tiempos difíciles, como una familia corrompida; los equipos dirigentes de los sistemas llamados occidentales se afanan en convencernos de lo malo que es dejar en paz a nuestro pérfido vecino. El griterío, la histeria de las plumas, recurren a una propaganda absurda que, en el fondo, tiene que justificar que la guerra no es un negocio. Todo, porque en los círculos capitalistas se piensa que no se puede ganar la paz sin perder miles de millones de dólares.

El señor Savater se siente bien volando con la altura y navegando con el rumbo de la corriente. Su voz entra en el coro cada vez que las crisis de aquí necesitan hacer niebla con las letras. No le niego el derecho de ser un anticomunista. Lo que es inadmisible es aceptar que no está, entre otras cosas, dentro de todo lo que arriba he escrito y que Savater definía como mafia. Porque si él no fuera un intelectual de este mundo, hubiera escrito: Valladares significó el objeto de mi discurso. Si hoy ese objeto se muestra con la crudeza que se manifiestan siempre las mercancías humanas y a Savater ya no le sirve como objeto encarnador de su discurso social, reconózcalo y acepte, como le proponían no hace mucho en un periódico local, el tiempo en la silla de ruedas que le corresponde, ya que a Valladares parece que no le hace falta./

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Archivado En