Tribuna:

'Berliner Chronik'

Una estancia aún breve en Berlín convida ante todo al forastero a una fecunda consideración del espacio. Allanada por la guerra, partida en dos por el trazado irregular y obsesivo de un muro absurdo, la ex capital del Reich y de la más modesta e interesante República de Weimar ha perdido su centro de gravedad y, al menos en el sector occidental, ofrece a la vista de aquél descampados, bosques, superficies invadidas por la maleza, zonas desiertas y vacías: un extravagante paraíso ecológico. Desde el vagón del metro aéreo que atraviesa Kreuzberg -atestado de punks con crestas de ga...

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Una estancia aún breve en Berlín convida ante todo al forastero a una fecunda consideración del espacio. Allanada por la guerra, partida en dos por el trazado irregular y obsesivo de un muro absurdo, la ex capital del Reich y de la más modesta e interesante República de Weimar ha perdido su centro de gravedad y, al menos en el sector occidental, ofrece a la vista de aquél descampados, bosques, superficies invadidas por la maleza, zonas desiertas y vacías: un extravagante paraíso ecológico. Desde el vagón del metro aéreo que atraviesa Kreuzberg -atestado de punks con crestas de gallo o peinados de erizo e inmigrantes turcos manifiestamente prolíficos-, el lector de Döblin, Benjamin o el joven Nabokov descubre, asombrado, la emergencia de praderas y campos rasos en áreas anteriormente densas y llenas de vida y actividad. El tráfago y efervescencia memorables de la Anhelter Bahnhof parecen haberse esfumado como producto de un espejismo: la vegetación ha cubierto las vías del ferrocarril, el inmenso vestíbulo y los andenes han sido sustituidos con arenales, el cercano puerto fluvial es ahora un jardín. Como Pompeya o Palmira, los céntricos barrios de Tiergarten y Potsdamerplatz nos convierten insidiosamente en arqueólogos y eruditos. Pero sus ruinas no se remontan a dos milenios: por imposible que parezca, no alcanzan siquiera el medio siglo.Subir con un plano del viejo Berlín en el ascensor descubierto que lleva al mirador edificado junto a un refugio antiatómico y atalayar desde él -en un bar de rockeros, donde cerveza y hachís pródigamente se conjugan- la panorámica que abarca la línea gris del muro y las dos mitades de la ciudad devastada no es sólo una invitación directa al desdoblamiento mental y la esquizofrenia: es un espectáculo abigarrado y onírico que abrevia, sin necesidad de alucinógenos, la prodigiosa irrealidad histórica en que vivimos. Inútilmente buscaremos los edificios y monumentos que figuran en las cuadrículas del mapa: Ministerio del Aire, cuartel general de la Gestapo, hoteles y bloques de viviendas de los alrededores de la estación. Sólo hallamos extensiones de hierba y arena, el lienzo de un pórtico ruinoso y ennegrecido, aparcamientos de camiones, remolques y carromatos, solares que sirven de aprendizaje a conductores novatos, edificios milagrosamente indemnes ocupados por comunas, y más allá del muro sin cicatrizar y la pesadilla inmóvil de sus focos, vigías y campos de minas, nuevos espacios neutralizados y monótonos cubos de vidrio y cemento que, a la derecha del Unter den Linden, se suceden en dirección a la Alexanderplatz.

Cerca del surrealismo

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La guerra y posguerra han evacuado a la masa hormigueante de peatones que inspirara bellísimas crónicas berlinesas: el desorden feraz de sus gestos, su agitación incesante, su lucha encarnizada por la vida. La calle descrita por Döblin e Isherwood no era únicamente su refugio y elemento vital, sino, como en todas las ciudades no saneadas por el Estado-patrón o una hecatombe súbita y gigantesca, esa "entraña de vida en creación y movimiento" de la que, como óbservara agudamente Elie Faure, brotan siempre la espiritualidad y la invención literaria y.artística. A dicho espacio complejo e imbricado, precario y expresivo se superpone hoy otro deshabitado y vasto, abandonado al yermo y la soledad: ruinas, detritos, excavaciones que descubren la pantanosa ubicación de la urbe. El conocido lema de los estudiantes parisienses de mayo de 1968 -"Bajo los adoquines, la playa"- es allí realidad. Después de un paseo por la abolida topografia trazada por Walter Benjamin, el frustrado lector vuelve a casa con los zapatos cubiertos de arenilla.

Bordear los jardines y macizos boscosos del Tiergarten en dirección a Postdamerplatz es una experiencia notable y en cierto modo única. El tiempo ha cubierto al difunto Berlín oficial, como a un Noé borracho, de un verde tapiz de misericordi:a y olvido. La fachada de la representación diplomática hispana ostenta aún sobre el balcón delantero -marco ideal de apariciones carismáticas y verticales saludos- el yugo y las flechas de la Falange y un feo escudo franquista, y el visitante contempla, agradecido, sus hileras de ventanas legañosas y ciegas, las paredes virolentas y manchadas, la decadencia y caducidad de unos símbolos que sobremueren sin peria ni gloria en medio del esplendor vegetal. Siguiendo a campo traviesa veredas semiborradas de hierba -junto a inútiles grifos de riego e irrisorias bocas de alcantarilla-, la escenografía literaria berlinesa sucumbe al impacto de la increíble imagen real: el patio de la menesterosa Embajada nipona alberga ahora una humilde granja ovejuna; la compacta estructura de un bunker resiste a duras penas el abrazo asfixiante de una maraña de arbustos, hiedra y helechos; bejucos y árboles medran en los balcones de una selvática legación griega, en la que el único embajador verosímil sería Tarzán. La operación de descifrar el palimpsesto urbano provoca una visión fragmentada y deforme: a veces, es puro surrealismo.

Recuerdo que años atrás, en Tijuana, experimenté una impresión parecida: había recorrido durante horas las cialles rectilíneas de una aglomeración interminable compuesta de cantinas, reñideros de gallos, frontones de jai-alai, espectáculo de top y bottomless, bailes de taxigirls, oficinas de divorcio y evasión fiscal en medio de buscavidas, prostitutas, mariachis y riabias teñidas de la sociedad de San Diego y Los Angeles disfrazadas con peineta y mantilla para asistir a una corrida de El Cordobés, y di de pronto con una auténtica librería marxista-leninista abarrotada de obras de Mao, Castro y el Che. Entré en ella -la puerta estaba abierta, no había nadie-, y mientras intentaba hacerme una difícil composición de lugar irrumpió un personaje sanguíneo, como en Les parapluies de Cherbourg, cantando alegremente en catalán. Instantes después, sin darme tiempo de reponerme del choque, se asomaron dos chiquitas mestizas, de largas trenzas y cantarín acento, para preguntar al dueño de aquel disparate "si tenían estampitas de Mesopotamia". Confieso que al salir a la calle me sentía mareado, como si hubiera bebido, por una apuesta estúpida, una botella entera de Chivas.

El mismo dépaysement e incredulidad me acompañaban camino de mi apartamento de Kreuzberg cuando, al cruzar delante del único inmueble intacto de un vasto territorio montaraz y silvestre, escuché, a través de una ventana abierta, la voz, para mí familiar, de Abdeilhakim Hafez interpretando Risala men taht el ma: una canción sentimental egipcia surgiendo del corazón de un barrio centroeúropeo transformado, primero, en descampado, y luego, en reserva forestal. Tal cúmulo de improbabilidades y dislates sólo podía ocurrir en el ámbito delirante y paradigmático de un Berlín a la vez abolido y tangible, prehistórico y posnuclear.

Los supervivientes

Kreuzberg es en la actualidad un microcosmos que ilustra a su manera el absurdo universal: junto al relumbrón del edificio de la Prensa de Springer zigzaguea el muro divisorio totalmente cubierto de pintadas subversivas. Inmuebles ocupados por comunas ácratas -reconocibles en las pancartas que cuelgan de sus ventanas, sus murales vistosos y, a veces, banderas negras con calavera y tibias- dan a las atalayas, alambradas, zanjas y caballos de frisa del cordón sanitario que envuelve el sector oeste de la ciudad. Un grupo de chiquillos inmigrados ha reconstruido a su aire un decorado anatolio y acarrean paja sobre una carreta en un pequeño prado cercado con talanqueras a media docena de metros de la frontera trazada a consecuencia de Yalta y Potsdam. Acá, carteles escritos en turco advierten a los incautos que las aguas aceitosas del Spree pertenecen al otro lado: quien se aventure a nadar en ellas corre el riesgo de ser acogido a balazos por los guardianes del poder popular vigente en la orilla opuesta. Allá, unas misteriosas vías de trañvia emergen miríficas de la arena y desaparecen al pie del muro con sobrecogedora irrealidad.

El espacio berlinés es una rigurosa superposición de estratos: el mundo agitado y exuberante de Franz Biberkopf -el caldo de cultivo en que vive- permanece sepulto bajo ese territorio aséptico y liso en el que la destronada capital acampa hoy. El presente corresponde a ecologistas y planificadores: zonas verdes, terrenos despejados.

Las comunas alternativas y barrios de inmigrados han aflorado a la superficie como por, efecto del cataclismo: los supervivientes de éste los contemplan como a habitantes de otro planeta.

El Berlín caótico, creador y febril de los años veinte parecería hoy una simple patraña si la admirable narrativa de aquella época no se encargara de evocarnos su existencia y, a través de sus crónicas y novelas, no reivindicara, frente a la historia y sus miserias, la victoria final de la literatura.

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