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La justicia, lujo del pobre

La ley española sobre justicia gratuita, lo que se llama «la defensa por pobre», es, con respecto a otros paises, como Alemania, Italia o Francia, más progresiva, pero no lo suficiente. El pobre no lo es solamente por carecer de medios económicos, sino también por falta de información y el debido asesoramiento. La ley de Enjuiciamiento Civil que regula esta circunstancia no es -en opinión del autor- satisfactoria.

Es ya tópica la consideración de que los derechos personales formales -libertad, igualdad, inviolabilidad personal, de voto, pensamiento, religión, reunión, asociación, inicia...

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La ley española sobre justicia gratuita, lo que se llama «la defensa por pobre», es, con respecto a otros paises, como Alemania, Italia o Francia, más progresiva, pero no lo suficiente. El pobre no lo es solamente por carecer de medios económicos, sino también por falta de información y el debido asesoramiento. La ley de Enjuiciamiento Civil que regula esta circunstancia no es -en opinión del autor- satisfactoria.

Es ya tópica la consideración de que los derechos personales formales -libertad, igualdad, inviolabilidad personal, de voto, pensamiento, religión, reunión, asociación, iniciativa económica, etcétera- no son suficientes, aunque sí necesarios, para la consecución y satisfacción de los llamados derechos reales, materiales o sociales, tales el derecho al trabajo o garantía contra la desocupación, el derecho a la cultura, la garantía contra la explotación, el derecho a la efectiva igualdad en la defensa de los intereses, frente a los particulares o el Estado, etcétera.Los primeros constituyen una especie de garantía del individuo como derecho de participación en la «res pública», en la vida política. Son los derechos políticos clásicos, individuales, conquista desde luego irrenunciable de las revoluciones americana y francesa -con el antecedente de la inglesa- y soporte y marco de las garantías de fondo o materiales.

Los derechos clásicos -ya es sabido- fueron inscritos en las tablas constitucionales modernas por la burguesía ascendente. Los segundos son realizaciones y esperanzas producto de la participación de las masas en las reivindicaciones sociales del último siglo. Y si en un principio los movimientos revolucionarios despreciaron los derechos y libertades clásicos («libertad, ¿para qué?»), hoy es ya valor entendido que sin el reconocimiento de esas libertades formales mal pueden conquistarse las sociales.

Entre uno y otro grupo, tanto en la teoría como en la práctica, existe la siguiente diferencia: para los derechos clásicos o libertades formales basta que el Estado los declare, los reconozca y los respete. Es, en realidad, una actitud pasiva, hasta el punto de que hoy los Estados, incluso los no democráticos, no tienen empacho en declararlos en sus cartas o constituciones (?) para después no cumplirlos, por supuesto. Se les califica de «principios programáticos», que necesitan desarrollo, y ya está. De ahí que Anatole France, con su helada ironía, hiciera este cáustico comentario: «Igualdad: la leyes igual para todos, pues prohibe tanto a los ricos como a los pobres dormir debajo de los puentes». La libertad económica -el liberalismo económico- es un derecho para todos, ¿pero quién lo puede ejercer?

¿Cuál es el remedio de esa. posible injusticia, de hecho? El reconocimiento, desarrollo y realización efectiva de los derechos materiales, sociales. De lo que se desprende, ya está dicho, que esos derechos precisan que el Estado los realicp, que los haga efectivos. La actitud aquí ha de ser activa, progresiva. ¿Cuál será el medio? La Constitución y las leyes. Si así se reconoce y se hace se habrá convertido el Estado liberal de Derecho en Estado social y democrático de Derecho. Esto es lo que quiere decir y dice en efecto nuestra Constitución en su artículo primero: «España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político».

En este Estado, los derechos formales y los, materiales se reconocen, se interaccionan y se complementan. No sin lucha, no sin dificultades, por supuesto, pero salvables, necesariamente salvables para conseguir una sociedad justa. Este es un deber primordial del Estado, del legislador.

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Tribunales sin discriminación

Después de propugnar nuestra Constitución, según hemos visto, como valores superiores la justicia y la igualdad, concreta este último valor como derecho -lo desarrolla en lo posible- en el artículo 14 y establece que «los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social», a la vez que, en el artículo 9.2, ordena a los poderes públicos «promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo... sean reales y efectivas». Y en punto a nuestro tema sigue la Constitución diciendo que «todas las personas tienen derecho a obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos, sin que en ningún caso pueda producirse indefensión» (artículo 24). Hay que entender, pues la Constitución es un todo, que el acceso a los tribunales ha de ser también sin «discriminación social», según el artículo 14.

Es decir, hablando en román paladino, que todos los españoles tienen derecho a la protección judicial de sus intereses en las mismas condiciones de igualdad. ¿Pero se podrá superar la desigualdad económica, que es una «circunstancia social»? La Constitución lo intenta, pero no lo resuelve por sí misma, como es lógico. Ya hace bastante con decir en su artículo 119 que «la justicia será gratuita cuando así lo disponga la ley, y, en todo caso, respecto de quienes acrediten insuficiencia de recursos para litigar». La Constitución remite a la ley ordinaria la eficacia de ese derecho material, el de la igualdad del las partes en el proceso. Claro que no se refiere a la igualdad formal (que se traduce en la existencia de un juez independiente e imparcial, en la necesidad de ser oidas las dos partes por igual, en la igualdad de recursos y oportunidades procesales, etcétera), sino a la igualdad práctica, efectiva; a la paridad técnica y económica: asistencia de abogado y gratuidad o exención de gastos procesales.

Hay algo que siempre ha molestado al auténtico demócrata, y es aquel autosoborno expresado en la triste frase de que esos principios o valores son declaraciones programáticas, mera expresión de buenos deseos, vamos. Para no caer en esa trampa de las constituciones de papel o semánticas, utilizada por los Estados autocráticos, hay que insistir una y otra vez en que esos principios son normas jurídicas, de directa aplicación unas, y de urgente desarrollo legislativo, otras, y siempre y en todo caso utilizables como criterios de interpretación.

En esta distinción se ha de orientar, consiguientemente, la respectiva responsabilidad de los poderes judicial y legislativo, de acuerdo con la iniciativa que, respecto de este último, compete también al Gobierno y a la oposición, con sus proyectos y con sus proposiciones de ley, respectivamente.

En otra, ocasión he recordado que así como al juez se le ha de exigir que sea justo, también hay que reclamar esa virtud del legislador. Porque hay principios y valores que los jueces no pueden directamente aplicar (aunque se tengan en cuenta para interpretar las situaciones conflictivas) por vedárselo la propia Constitución (artículo 53), que prevé para ello el correspondiente desarrollo legislativo, es decir, la promulgación de leyes que permitan el ejercicio directo de derechos y principios ante los tribunales.

La ley de Enjuiciamiento Civil

En esta materia, como hemos visto, la Constitución española limita el principio de la igualdad efectiva al remitirse a lo que disponga la ley. Esta ley ya existe: la de Enjuiciamiento Civil. ¿Es satisfactoria? No lo es. Pero como no se puede ni se debe ser demagogo (demagogo es el que promete y no da; el que trabaja con esperanzas falsas; el que juega con la utopía; el que critica sin proponer alguna solución o sustitución de lo corrupto), hay que comenzar por reconocer que la ley española sobre justicia gratuita, lo que llama «la defensa por pobre», es, con respecto a otros países (Alemania, Francia, Italia), más progresiva, pero no lo suficiente, pues con su aplicación no se llega a conseguir el principio de la total igualdad de los contendientes en el proceso.

Lo que sí puede afirmarse es que el elemento o factor humano que interviene en la concesión al «pobre legal» de la asistencia judicial gratuita se comporta dignamente, pues ni el abogado se niega nunca a «actuar de pobre», ni el abogado del Estado (en nombre de la Administración) se opone a la concesión encarnizadam ente, pues su oposición es en gran medida formularia, ni el juez que ha de decidir tiene ningún prejuicio para otorgar la defensa gratuita. La prueba es el temor de la «parte rica» -que esa sí que se opone- a la concesión de la pobreza por el abuso procesal -dice- que puede hacer el pobre al no costarle nada los recursos.

Pero no puede dejarse al «factor humano» (que en España siempre funciona mejor que el legal), la solución de una necesidad general y colectiva. Es el legislador -la sociedad entera, representada en el' Parlamento- el que debe abrir las puertas de los tribunales a todos, máxime a los llamados pobres. Porque la regulación del beneficio de la justicia gratuita no es del todo correcta, ni la igualdad se cumple, sobre todo, en la parte referida a la consulta, al dictamen previo del abogado, que la parte rica siempre tiene a su disposición. El pobre comienza por carecer de ese consejo previo. Incluso después de haber sido declarado judicialmente pobre para litigar, puede ocurrir que el abogado designado considere infundada la reclamación y haya de seguirse un trámite complicado para nombrar otro defensor.

Cierto que en España, desde 1975, se ha proveído por el Gobierno, a través de Hacienda y Justicia, el establecimiento de un fondo económico para el abono de honorarios a los abogados de pobre, fondo que distribuye el Consejo General de la Abogacía en cantidad fija según las instancias, en lo cual nos hemos equiparado al Reino Unido, que es pionero en esta materia. Pero es cierto también que no todos los abogados participan en el turno de oficio, lo que ya es una discriminación provocada por la economía, pues las «primeras cuotas» no suelen incluirse en aquel turno. Cierto, igualmente, que esto es un honor para la abogacía, única profesión que esto hace, es decir, dar trabajo sin remuneración, hoy existente, pero inadecuada. Y, finalmente, cierto que hoy no se puede decir, sin incurrir en injusticia, lo qué Ovidio, en su Arte de amar, decía: «Curia pauperibus clausa est» («el tribunal está cerrado para los pobres»), porque no está cerrado, aunque sí sólo entreabierto.

Creo que copiar de soluciones foráneas no es atentar contra nada, sino llenar un hueco injusto. Nada impediría, por tanto, establecer, como en el Reino Unido, un consultorio legal extrajudicial (legal advice) al que puede acudir cualquier persona mayor de dieciséis años con una simple declaración de ésta sobre sus escasas posibilidades financieras. El solicitor (abogado) aconseja al cliente o interpone proceso. Los honorarios los satisface un fondo estatal (ahí han quedado desfasados).

Pero yo iría más allá, puestos a resolver más dignamente una patente injusticia. Propongo establecer un cuerpo especial que llamaría «abogados sociales». ¿No hay un cuerpo de abogados del Estado, precisamente los que en el ejercicio de su función de defensa del erario público se oponen a la concesión de la pobreza legal en los juzgados y tribunales? El «pobre legal» no lucha sólo contra su pobreza, sino nada menos que contra el Estado. Nada más fácil, para equilibrar esa desigualdad, que al pobre le defienda, desde un principio otro funcionario competente, con independencia y sin más misión que ésa. El abogado social, que podría incluso depender únicamente de la oficina del defensor del pueblo, cumpliría con el mandato constitucional relativamente al principio de igualdad procesal, principio que ya el Tribunal Constitucional -en sentencias de 2-7-1981 y 10-11-1981- ha recordado solemnemente al legislador como de obligado cumplimiento, so pena de declarar inconstitucional -nula- la ley que no lo cumpla. ¿Lo cumple la ley de Enjuiciamiento Civil a la que se remite la Constitución?

Por lo pronto, ya la Sala 1 a del Tribunal Supremo ha dejado de aplicar (que es lo que puede hacer, en acatamiento a la división de poderes del Estado) el artículo 14 de la ley de Enjuiciamiento, al admitir un recurso a pesar de que el «pobre legal» no había prestado «caución juratoria de pagar si viniere a mejor fortuna». Sencillamente, se le olvidó decir eso al recurrente en su escrito. El Tribunal Supremo estimó que esa exigencia chocaba con los artículos 16 y 24 de la Constitución; lo primero, porque el fondo religioso del juramento pugnaba con el principio de libertad religiosa, y lo segundo, porque el requisito de la caución obstaculizaba el libre acceso a la justicia.

Hagamos, pues, entre todos, que la justicia no sea un lujo para nadie. Y menos para el pobre, no sólo pobre por carecer de medios, sino por falta de información o asesoramiento, o bien, como dice mi amigo García Luengo, por no atreverse a acercarse a una ventanilla.

Carlos de la Vega Benayas es magistrado del Tribunal Supremo.

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