Tribuna:

De la Constitución y su reforma

Tras dos años de vigencia del texto constitucional, por distintos núcleos de opinión se ha sugerido la conveniencia de conmemorar de alguna forma tan singular efemérides. Bien está, por supuesto, la idea de crear una fiesta nacional en la que a nivel simbólico se integren en torno a la Constitución los deseos, esperanzas y expectativas políticas de nuestro país. De igual modo resultan encomiables los intentos por resucitar una tradición iniciada en Cádiz en 1812, y según la cual debería propiciarse la enseñanza de la Constitución, a fin de que su conocimiento llegue a formar parte del acervo c...

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Tras dos años de vigencia del texto constitucional, por distintos núcleos de opinión se ha sugerido la conveniencia de conmemorar de alguna forma tan singular efemérides. Bien está, por supuesto, la idea de crear una fiesta nacional en la que a nivel simbólico se integren en torno a la Constitución los deseos, esperanzas y expectativas políticas de nuestro país. De igual modo resultan encomiables los intentos por resucitar una tradición iniciada en Cádiz en 1812, y según la cual debería propiciarse la enseñanza de la Constitución, a fin de que su conocimiento llegue a formar parte del acervo cultural mínimo de todos los ciudadanos.Ahora bien, en un momento en que el desánimo ante las instituciones democráticas es patente, la problemática constitucional no puede ni debe quedar reducida en sus planteamientos a manifestaciones anecdóticas, consideraciones folklóricas y verbalismos propagandísticos. En la base del régimen constitucional está la idea de que, a su través, es como únicamente se puede sustituir el siempre arbitrario o despótico «gobierno de los hombres» por el ponderado y razonable «gobierno de las leyes». Y es, justamente, esta pretensión loable de convertir la razón política en razón legal la que ha conferido, en la democracia moderna, el máximo valor, significación e importancia a los ordenamientos constitucionales. Por eso, si de lo que se trata es de rescatar y reavivar las esperanzas colectivas en una vida pública basada en la legalidad constitucional y democrática, equivaldría sencillamente a tomar el rábano por las hojas, el intentar suplir con ceremonias, fiestas y conmemoraciones oficiales, la ausencia de efectivos sentimientos de respeto hacia nuestra normativa fundamental.

En la pasada centuria se lanzaron nuestros abuelos, con resolución celtibérica, a motejar las plazas más importantes de pueblos, villas y ciudades de la geografía nacional con el ostentoso rótulo de «plaza de la Constitución». Sin embargo, a nadie se le oculta cómo esos fervores verbeneros por la Constitución no se tradujeron nunca en una vida pública auténticamente constitucional y democrática. La Constitución ni fue sentida por el pueblo, como pieza medular de la organización política, ni respetada -lo que es más grave- por los propios gobernantes.

Así las cosas, al cumplirse los dos años de vigencia del texto constitucional, y aparte de consideraciones más o menos anecdóticas, el verdadero problema que, hoy por hoy, debemos afrontar es el que se encierra en un dilema que, formulado sin patetismos ridículos y sin paliativos absurdos, se podría expresar en los siguientes términos: por un lado, se reconoce unánimemente la necesidad de ponderar y proclamar en su justa medida el valor y el significado de la Constitución, como supuesto clave del sistema democrático, pero, por otro lado, todo el mundo es consciente de que no es precisamente la escrupulosidad legalista y el respeto profundo por la Constitución lo que ha caracterizado y caracteriza a nuestro proceso político.

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Que esta notable contradicción haya sido sistemáticamente aprovechada por antidemócratas y nostálgicos de situaciones pasadas para poner en solfa los indiscutibles valores de la organización política democrática, no debe servir para que los demócratas nieguen su existencia con una actitud rudimentaria y ciega. A la democracia no se le sirve ocultando los hechos, sino preguntando abiertamente por la causa de los problemas para, de este modo, intentar solucionarlos.

Lamentablemente la ambigüedad en los planteamientos políticos a lo largo de toda la transición, junto a efectos positivos indudables, no ha dejado de producir también sus nocivas consecuencias. La tensión entre razón política y razón legal se resolvió en la mayoría de las ocasiones haciendo triunfar a la razón política. La solución otorgada al problema andaluz, creado a partir del referéndum autonómico del 28 de febrero, constituye el más importante, reciente y aparatoso ejemplo de ese triunfo permanente de los motivos políticos sobre las consideraciones jurídicas. Y he aquí la cuestión: ¿qué hacer cuando la legalidad democrática entra en contradicción con las exigencias políticas o, como en el caso andaluz, con la propia voluntad democrática del pueblo?

Es bien cierto que un abusivo uso de la razón jurídica conduce al conservadurismo más radical y a la más absoluta esclerosis de la historia. Pero no lo es menos que el desprecio por la normativa jurídica, en nombre de exigencias políticas o de la propia voluntad del pueblo, lleva consigo perjuicios irreparables para el sano funcionamiento de las instituciones democráticas. Los españoles no deberíamos olvidar que fueron siempre los grandes antidemócratas quienes, utilizando demagógicamente la voluntad popular, no perdieron nunca la ocasión para infligir los más duros ataques a la legalidad. Si Napoleón III colocó en sus proclamas aquellos eslóganes de «hay que salir de la legalidad para volver al Derecho» (il faut sortir de la légalité pour rentrer dans le Droit) o «la legalidad nos. mata» (la légalité nous tue), casi cien años más tarde Hitler y Mussolini, en nombre de una hipotética voluntad popular, comenzaron su carrera hacia el poder, con mofas y sarcasmos hacia la legalidad vigente, para terminar luego, como era previsible, destruyéndola.

Porque el conflicto entre legalidad y exigencias prácticas, entre razón legal y razón política, en determinadas ocasiones se hace inevitable, es entonces cuando, en lugar de ocultar los hechos, hay que encarar resuelta y decididamente los problemas. Como es claro, la Constitución no puede ser un corsé que paralice la historia o impida sistemáticamente la realización de la voluntad popular (y qué duda cabe que con la Constitución española en la mano, la única vía posible para la autonomía andaluza era la del artículo 143). Sin embargo, no es menos evidente que la Constitución no puede ser impunemente ignorada y acomodada a los requerimientos políticos según las circunstancias (lo que, en el caso andaluz, comenzó haciendo el Gobierno con la ocurrencia de apelar al artículo 144, y consumó luego la oposición con la no menos anticonstitucional postura de modificar la ley reguladora de las modalidades del referéndum).

Precisamente para no paralizar la historia, y para que la Constitución, a su vez, no sufra deterioros en su interpretación ni pierda su prestigio y condición de norma suprema, los ordenamientos constitucionales democráticos idearon el mecanismo de la reforma constitucional. Mecanismo del que los españoles debemos empezar a hablar por escandaloso y provocador que para algunos pueda esto parecer, si es que efectivamente queremos homologarnos y entrar en la lógica de las democracias más sanas, no aferrándonos a una hipotética «democracia a la española», que convierta a la Constitución en un fantasma o en una parodia sin grandeza.

Si en nombre de exigencias prácticas y de razones políticas puede resultar escandaloso en estos momentos hablar de la reforma constitucional, no menos escandaloso resulta, desde el punto de vista democrático, oír hablar de segundas y terceras lecturas y de interpretaciones de conveniencia del texto constitucional. Con ello -y aparte de su dudosa eficacia práctica-, lo único que se consigue es que la Constitución pierda prestigio, y el ordenamiento democrático en su conjunto sufra un menoscabo irreparable.

Por eso, acaso no esté de más, en el segundo aniversario de nuestra Constitución, el recordar dos cuestiones sobre la reforma constitucional, no siempre tenidas en cuenta, pero que bien comprendidas quizá colaboren a evitar errores y sirvan para clarificar el enrarecido panorama político nacional. En primer término, y desde una perspectiva teórica, no se debería olvidar que la reforma constitucional representa, ante todo, un mecanismo de defensa de la Constitución. Con ella se garantiza el carácter de ley suprema, de «norma normorum» del texto constitucional. Lo que significa, dicho con toda claridad y contundencia, que más vale reformar, para que luego el gobernante se adapte obligatoriamente en su comportamiento político a lo reformado, que no reformar y no cumplir lo que en la Constitución se establece.

En segundo lugar, y desde un punto de vista histórico, no se debería ignorar tampoco que sólo las constituciones que gallardamente se reformaron cuando las circunstancias lo requirieron fueron las que tuvieron vigencia real y duración temporal importante. Ahí está el ejemplo de la Constitución americana. Por el contrario, cuando las constituciones no se adaptaron por el mecanismo de la reforma a su propia realidad, o fueron sustituidas globalmente por otras y devoradas por la historia, o se convirtieron en esperpentos y ficciones del juego seudodemocrático.

Pedro de Vega García es catedrático de Teoría del Estado y Derecho Constitucional.

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