Tribuna

60 pesetas de gratificación por dar garrote a "el Monchito"

Nadie habría podido imaginar en Badajoz que Gal, el vendedor ambulante de caramelos, guardaba en el bolsillo interior de la chaqueta el documento en que se le confirmaba como verdugo con el eufemismo concertado de agente judicial. Su apariencia tampoco revelaba las cualidades que en otros tiempos se atribuían a los ejecutores. Tenía, ciertamente, un esqueleto firme y una incuestionable reciedumbre muscular, pero su estatura, demasiado corta, y su palidez, más propia de un convaleciente que de un antiguo mercenario, desmentían en un segundo vistazo su robustez. Sus faccione...

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Nadie habría podido imaginar en Badajoz que Gal, el vendedor ambulante de caramelos, guardaba en el bolsillo interior de la chaqueta el documento en que se le confirmaba como verdugo con el eufemismo concertado de agente judicial. Su apariencia tampoco revelaba las cualidades que en otros tiempos se atribuían a los ejecutores. Tenía, ciertamente, un esqueleto firme y una incuestionable reciedumbre muscular, pero su estatura, demasiado corta, y su palidez, más propia de un convaleciente que de un antiguo mercenario, desmentían en un segundo vistazo su robustez. Sus facciones no eran vulgares: una frente estrecha y alta como un acantilado; la boca y la nariz, pequeñas y simples como un trazo de lápiz, y el pelo, fino y apretado contra las sienes, parecían haber sido diseñados para resaltar la brillantez de unos ojillos obsesionados por analizarlo todo con detenimiento. Podría haber respondido más a la descripción ideal de un cajero que a la de un hombre de acción, aunque sus rasgos, progresivamente marcados con las nuevas arrugas, descubrían en él ciertas expresiones de dureza.El 26 de mayo de 1951, cuando la Sección Séptima de la Audiencia Provincial de Madrid condenó a muerte a Ramón Oliva, o el Monchito, el buhonero Gal había cumplido cuarenta años, aparentaba alguno menos y sólo temía un peligro abstracto: el proceso. Al conocer el fallo del tribunal comenzó a tener una secreta obsesión: averiguar las claves por las que tendría que matar a alguien que nunca le había hecho el menor daño, saber cuánta maldad equivalía a una sentencia de muerte, asegurarse de que existía una cabal relación entre los destinos del verdugo y el reo y, sobre todo, entrar a escondidas en la jurisdicción de unos hombres especiales, que hablaban un extraño lenguaje y decidían inexorablemente sobre el Bien y sobre el Mal. Poco a poco, analizó las noticias y supo cómo y por qué había sido condenado el Monchito a la pena capital.

El caso de "el Monchito"

Ramón Oliva, un pintor-lavacoches eventual en el taller de automóviles de Rafael Caballero, tenía veintiún años. Pasaba por ser un muchacho tímido, y sin duda estaba muy enamorado de su novia, Elisa. Según parece, para casarse con ella únicamente estaba necesitado de un poco de dinero, y para él la imagen de la riqueza era inseparable de la del dueño del taller. A las 19.30 horas del día 11 de enero de 1951 se presentó en la calle de Ecija, número 7, con el decidido propósito de llevarse toda la riqueza que encontrara en casa del patrón. Para vencer las dificultades, llevaba oculta bajo la gabardina su rasqueta de pintor. Parece que inicialmente pensaba esperar a que Juana Arribas, la mujer de Rafael Caballero, saliese a hacer la compra, pero la obsesión por la riqueza le hizo cambiar de planes. Logró. que Juana le abriese la puerta, hizo intención de llamar por teléfono al taller y, un minuto después, la había matado de 35 golpes de rasqueta y dos cuchilladas, dijo el forense. A luego se llevó de la casa un reloj y una cadena de oro, un reloj de acero, una sortija con un rubí, dos encendedores, dos plumas estilográficas, 1.300 pesetas en metálico y dos sábanas Y dos fundas de almohadón bordadás por Juana para su hijo Julio, que también había fijado la fecha de su boda.

Cuando los policías lograron arrestarle, el Monchito ya había regalado a su novia las sábanas, las fundas de almohadón y un abrigo de pieles.

El juicio, una sucesión de patéticas escenas de personajes llorosos y abatidos y de piezas oratorias, fue devotamente seguido por la opinión pública. Los psiquiatras Franco Jaramillo y Varela de Seijas dictaminaron que «el acusado es un oligofrénico, con capacidad mental de un muchacho de doce años». Sin embargo, el fiscal, Luis Jiménez Calvo, tomó declaración a un niño llamado Emilio Lens Fayer, con quien el Monchito se había cruzado en la escalera de la casa del crimen, y destruyó las tesis psiquiátricas con un breve diálogo: «¿Qué edad tienes?». «Nueve años». «¿Y tú crees que matar es algo bueno o malo?». «Muy malo. Malar es muy malo». «Nada más, señor», cerró el fiscal, mirando al presidente. Así, pues, doce años de edad mental eran ya muchos años.

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El 17 de noviembre de 1951, el Tribunal Supremo ratificaba la sentencia en Madrid, y Gal seguía vendiendo caramelos en Badajoz y analizando la maldad de el Monchito en las páginas de los periódicos. Pasaron cuatro meses. Y unos días más. A mediados de marzo recibió un aviso: «Preséntese en Madrid con la máxima urgencia».

La máquina

«Apenas llegado a Madrid me hospedé en la pensión La Ferroviaria. Mis anteriores viajes me habían valido conocer Madrid mal que bien. Recuerdo que anduve dando vueltas como un tonto, bebiendo vino y coñá para olvidarme de que tenía que matar a un hombre. aunque fuera el autor de un asesinato con robo, o sea, un asesino, pero era un hombre, y yo iba y venía como un tonto: ¡pero si ni siquiera sabía manejar el aparato, la máquina! ».

Inesperadamente recibió un aviso: «Preséntese en la Audiencia Territorial, Salesas, a las ocho de la tarde». Allí le dieron una maleta. Dentro había un armadijo de hierro, terminado en una manivela, y un paño negro. «A las diez de la noche llegamos en el furgón judicial a la prisión de Carabanchel. Allí, unos oficiales de prisiones me dijeron lo que tenía que hacer. En el recinto señalado para la ejecución clavamos una estaca de base cuadrada y de 1,70 metros de largo. Armamos la máquina y la sujetamos al palo. Adispués colocamos debajo la silla del reo, que entraba en capilla a esa misma hora, las diez de la noche».

«Fueron unas horas terribles. Los oficiales compartían conmigo el café y el coñá. Unas horas terribles en las que comentábamos el caso de el Monchito, asesinato con robo, y comprendí que, si para mí eran largas como años, para él serían minutos o segundos, quién sabe. Y pedí nuevas explicaciones sobre mi trabajo. Sentar al reo en la silla o en la banqueta. Ceñirle el pecho y los brazos con una correa para sujetarle a la estaca. Ponerle el paño negro sobre la cabeza. Rodearle el cuello con las dos lunetas del garrote y cerrarlas al lado izquierdo con un tornillo pasador: ya está la gargantilla en posición correcta. Para consumar la ejecución había que dar exactamente dos vueltas de manivela. Dos vueltas hasta un tope».

«A las seis en punto de la madrugada, a la aurora del día, presentes en el recinto el Tribunal, los abogados, algunos representantes de instituciones públicas y dos médicos, el de la prisión y un forense, dos oficiales de prisiones acompañados por el capellán trajeron a el Monchito. Había cumplido veintidós años, pero parecía mucho más joven, era culpable de asesinato y robo. Apenas podía tenerse en pie. Daba la sensación de que, más que conducirlo, los funcionarios lo sujetaban para que no se cayera. Se sentó en la silla, tal vez pidió terminar el cigarrillo que estaba fumando, un minuto para él un año para mí, le puse las lunetas, ajusté el pasador, ceñí la correa alrededor del pecho, y di dos vueltas de manivela, hasta el tope. La cabeza de El Monchito se desplazó hacia atrás, porque, a pesar de lo que mucha gente piensa, al girar la manivela no se clava ningún punzón en la nuca del reo; lo que hace el garrote es apretar el cuello y tirar de la cabeza hacia la estaca». (Primera fase: opresión de la yugular y la carótida; última fase: desplazamiento de vértebras cervicales, posible sección de la médula espinal, dicen los expertos.) «El reo mantuvo el pulso durante siete, ocho o nueve minutos, y, adispués, murió, pero dicen que la muerte verdadera es rápida y que, a pesar del pulso, muere en seguida. El Monchito, lo recuerdo muy bien, no llegó esposado al recinto; ¿para qué iban a esposarlo? Estaba muy decaído, destrozado por las horas de capilla. La dieta que me correspondió por mi trabajo fue de sesenta pesetas. Y me pagaron el billete de vuelta en tren».

En Paco, la fábrica de golosinas, el kilo de caramelos seguía valiendo 35 pesetas. Por tanto, Gal el verdugo había ganado dinero suficiente para algo menos de dos kilos. La ejecución de el Monchito, «un oligofrénico con la capacidad mental de un muchacho de doce años», dijeron los psiquiatras, sirvió para mejorar en un par de centímetros la altura de un montón de pastillas de azúcar y esencias, en un cajetín del tenderete.

Al otro lado de los caramelos, Gal aprovechaba los minutos libres para buscar crímenes en las últimas páginas. Su mujer, «que es analfabeta», no sospechaba que la nueva inclinación a la lectura fuera otra cosa que un viraje hacia la intelectualidad, quizá una aproximación a la paz de las letras. «Recuerdo, que leía deprisa para salir pronto de dudas. Algunas veces, cuando habían cometido un asesinato, yo pedía que el trabajo cayese fuera de mi zona, de la zona norte, y que llamaran a otro de los tres o cuatro que había. La idea de la retirada siempre venía delante de la idea cuidado, que te pueden procesar, y las 495 pesetas mensuales no nos sacaban de pobres, pero ayudaban a mantener la casa. Sólo podía desear que tardaran mucho en volver a llamarme».

Fugas de memoria

El emisario volvió varias otras veces con el oficio, y Gal volvió al tren, a buscar la maleta y a Caramelos Paco. Unas inexplicables fugas de memoria le permitían recordar sólo el nombre de la ciudad, sólo el sabor de las copas, sólo las líneas esenciales del proceso y la imborrable cara del reo. Clavó estacas para el garrote en celdas o en patios, contó capellanes, vueltas y topes, y aprendió a decir «en recintos» sin comerse la ese final. Probablemente leyó el resumen del tercer considerando de la sentencia del Tribunal Supremo a el Monchito: «Con relación a los dictámenes de los psiquiatras, que aprecian una deficiencia mental, graduada en una edad de doce años y cuatro meses, según los reactivos intelectuales de Terman, estima la Sala que no reúnen la cualidad de auténticos a los fines de la ley procesal, según doctrina constante del Tribunal Supremo ». Pero él, Gal el ex albañil, ex emigrante, ex contrabandista y ex presidiario, no estaba en el mundo para entender la fina semántica de la Justicia. En sus procesos personales a los reos, un diario editado en pesadillas, sólo quedaban «Asesinato y robo», «Asesinato y violación», y así. Alguna vez estuvo a punto de tener la revelación de que el Monchito y él, los dos, mataban por el mismo dinero.

Gal pudo conocer también Madrid-la-nuil a la perfección, y entrenarse para la aurora del día y para el coñá ofrecido por los oficiales, «peor será la guillotina, ¿no?», y para seguir procesando y sometiéndose al largo proceso inevitable, «doble asesinato con premeditación y así. Las vísperas de las ejecuciones eran siempre muy malas. La única solución que podías darles, era el alcohol. Yo andaba de taberna en taberna con el vino y el coñá. Cuando averiguaron que bebía, me pusieron vigilancia. Andaba por ahí como un tonto, esperando la hora de entrar en capilla. Adispués, todas las ejecuciones, menos unas pocas, eran iguales». Aquellas noches de los años cincuenta tenían otro incondicional con quien él debía encontrarse años después en Carabanchel-la-nuit, José María Jarabo Pérez Morris jamás habría podido imaginarlo.

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